Por Ángela Navarrete CruzANGELA NAVARRETE

Según la publicación Forensis de Medicina Legal presentada el pasado agosto, del total de homicidios registrados en el país durante 2015, 9,94% corresponden a la violencia sociopolítica, mientras que las muertes por violencia interpersonal corresponden al 46,96%.

Esto significa que en Colombia nos estamos matando por razones como infidelidades, celos, borracheras, deudas, o un “no sea sapo”, entre muchas otras manifestaciones de intolerancia. Lo anterior, evidencia que si pensamos en la paz desde una definición mínima como la resolución no violenta de los conflictos, estamos muy lejos de tener esa paz limitada. Sin duda, es importante que la cuota de homicidios de las FARC se haya reducido. Pero más importante aún, que los y las colombianas aprendamos a resolver nuestras diferencias de manera pacífica, si queremos que esa oportunidad que la gran mayoría se está dando de soñar con un nuevo capítulo de la historia del país, se materialice.

En esta vía, considero que es fundamental encontrar mecanismos para fomentar una cultura de paz que permita que las personas adquieran hábitos y prácticas para gestionar el conflicto de manera no violenta, permitiéndose incluso explotar sus potencialidades para la construcción o renovación de lazos de solidaridad entre las partes implicadas.

Lo anterior, pasa por repensar la semántica propia del conflicto. Es decir, de separarlo en nuestro vocabulario como sinónimo de violencia, y ver en él una situación propia de las relaciones sociales entre personas diferentes, con modos de vida y formas de verla particulares. En otras palabras, ver al conflicto como algo propio de lo social, y no como algo malo, disgregador y, como estamos acostumbrados en Colombia, necesariamente violento.

En esta dirección, el conflicto podría presentarse como una oportunidad: de crear nuevos lazos sociales, de reparar los daños y de fomentar la creatividad para lograrlo abordar de manera pacífica. Esto es, cambiando la concepción misma del conflicto, es posible verlo con una nueva luz que nos permita entender que no solo no es malo, sino que es necesario cuando cada uno de nosotros ha logrado constituirse como persona con unos intereses y percepciones diferentes sobre la vida.

Por otro lado, es preciso comprender que el conflicto tiene un alto componente emocional, más que racional, y que por lo mismo, es a las emociones a las que se debe afrontar primero, antes de centrarse en las razones. Por eso, consideraría que es importante incorporar en nuestra vida diaria formas positivas de generar el escape a esas emociones y entender que los seres humanos somos básicamente emocionales. Que llorar no está mal; que ponerse de mal genio no está mal; que sentirse frustrado no está mal. Pero mientras nuestra sociedad se empeñe por contener las emociones, las salidas van a terminar siendo violentas. Esos códigos referidos a que llorar en público es de débiles, que demostrar el malgenio es de locos, que no se debe sentir rabia, y demás, se deben transformar. Si esas emociones que vemos como negativas tuvieran canales para su expresión, tal vez no culminarían en acciones violentas por su represión.

Esto me lleva a llamar la atención sobre la desproporción en la cifra de hombres muertos por homicidio, que asciende a un 91,62% del total. Lo anterior, puede tener raíces en las configuraciones que hemos hecho de la masculinidad, particularmente en Colombia, donde son los hombres, machos por naturaleza, los llamados a defender el honor, a mostrar su fortaleza y contener sus emociones, a ir a la guerra, y por estereotipos estúpidos, a poner los muertos. Resignificar la masculinidad sería un gran aporte para desactivar la violencia.

Finalmente, es necesario coincidir en unos mínimos éticos como país, entre los cuales el más importante es que la vida es sagrada, como dice el profesor Mockus. Si entendemos el valor de la vida y que esta es más importante que la traición de una esposa o esposo, que una deuda, que una ofensa, o el hecho de que alguien nos llame la atención por algo que “no está bien”, entenderemos que ningún problema es tan grave como para terminar con la vida de otra persona.

Es por ello, que resulta necesario adjudicarle un nuevo significado al conflicto. Darle un lugar en nuestras vidas como algo propio de las mismas; como algo que nos hace humanos, no malas personas; que nuestras emociones, así sean negativas, también se pueden sentir y es válido que así sea, pero que por ninguna razón debe terminar en la agresión del otro. Así, tal vez podamos desactivar las causas de esas tristes cifras que nos hacen un país violento.