Por: Andrés Becerra L. Escritor de cuentos, coplero, gestor cultural y excogitador.
No pretendo dar respuestas de erudito, sino hacer preguntas de interesado en el tema del perdón. Haré algunas reflexiones sobre el perdón, abordándolo desde diferentes ángulos, para ir formando en las sucesivas entregas de esta serie una imagen sobre el tema, que espero sea clara y completa, y al final, una metodología para adquirir capacidad para perdonar.
Cuando alguien dice “eso no tiene perdón de Dios”, ¿cómo sabe que Dios no perdonaría eso? ¿Acaso conoce cabalmente el pensamiento de Dios? ¿Cuáles son las cosas que pueden ser perdonadas por Dios y cuáles no?
Por supuesto que es apenas una frase de cajón que hemos aprendido para expresar de un modo dramático que algo nos parece supremamente mal hecho, un error inmenso, una canallada de lesa humanidad, pero vale la pena mirarla un poco detalladamente para hacernos conscientes de lo absurda que es. Quizás entonces dejemos de repetirla a la topa tolondra.
Podríamos hacer más preguntas como las ya dichas, pero quizás avancemos más si observamos que la frase fue construida desde una percepción de Dios como un ser justiciero (como el que aparece en el Antiguo Testamento, que cobra las deudas de alguien a sus descendientes, hasta la quinta generación).
Sin embargo, meter a Dios en cualquier situación que nos parece —“a nosotros”- imperdonable nos pone en el error de atribuirle a Él la capacidad nuestra para perdonar, trasladarle nuestra personal escala de valoración de las actuaciones humanas —y nuestra personal tendencia o facilidad para la venganza-. En realidad, lo que hacemos es usar a Dios como escudo para justificar la condenación que nosotros hacemos sobre esa situación, como diciendo “si Dios no lo perdonaría, yo tampoco tengo que hacerlo”.
Con esa actitud de revancha fuimos mal-educados, y por eso vivimos diciendo cosas como “el que me la hace, me la paga”, “yo no me dejo de nadie”, “yo no me quedo con esa”, etc. Por eso nuestro sistema educativo está fundado sobre el castigo al error —la nota mala-, por eso el matoneo se nos da tan natural…
En realidad, nuestros alegatos justicieros esconden un deseo inconfesable de venganza.
Contraria a esa imagen de justiciero, Jesús presentó de Dios la imagen de un padre misericordioso, y enseñó a perdonar al hermano hasta 70 veces siete —es decir, todas las veces que falle-.
Esto debería llevarnos a la pregunta clave: ¿DE QUÉ DEPENDE EL PERDÓN, DE LA “GRAVEDAD” DE LA OFENSA, O DE LA CAPACIDAD DE PERDONAR QUE TENGA EL OFENDIDO?
Esta pregunta evidencia con mayor claridad lo absurda que es la expresión del título, pues si Dios es pura misericordia no puede haber falta alguna que él no perdone, no puede suceder que “no le alcance” para perdonar algo.
Así que la próxima vez que piense que algo no tiene perdón de Dios, deténgase un momento para recordar que Dios es más misericordioso que usted, y en lugar de fijar su atención y dedicarle mala bilis a lo que hizo el otro, hágase consciente de que todavía le falta a usted crecer espiritualmente mucho más, tanto como se requeriría para ser capaz de perdonar eso que está juzgando. Si logra detenerse antes de soltar la tontería del título habrá mejorado un trisito el saldo de energía positiva del Universo, y el primer beneficiado será usted mismo.
Otra consideración que podemos hacer a partir del título es que nos gustan las posiciones absolutas, las palabras absolutas, lo cual también es consecuencia de la mal-formación que nos dieron. Con una vez que algo ocurra ya decimos “es que SIEMPRE me estás criticando”, “usted NUNCA se interesa por mí”, “NADIE me quiere”, “TODO me sale mal”, etc.
Con un error del otro ya tenemos suficiente para encasillarlo en una etiqueta: “Es un borrachín”, “es problemático”, “es irresponsable”… después de conversar con alguien por primera vez ya nos vamos con un listado de defectos que le hemos encontrado, y se necesitará mucho tiempo y trato para que logremos borrarle esas condenas anticipadas que le aplicamos la primera vez.
Resulta conveniente evitar las palabras absolutas, y recordar, cuando algo nos parezca “imperdonable”, que nos parece así no porque la falta sea demasiado grave, sino porque nuestra personal capacidad de perdonar no es suficiente, y que no podemos cambiar la conducta del otro, pero sí PODEMOS AUMENTAR NUESTRA CAPACIDAD PARA PERDONAR, y esto puede hacer la diferencia entre seguir viviendo amargados o tranquilos.