Por: Andrés Felipe Giraldo López.
En Colombia hay dos anhelos que parecen contradictorios, porque para alcanzar uno, necesariamente, se debe sacrificar el otro. El primero, tiene que ver con un concepto etéreo, pero del cual todos tenemos un referente: La paz. La definición de paz de la Real Academia de la Lengua Española trae ocho ascepciones distintas, que van desde el marco de escenarios bélicos internacionales hasta situaciones del espíritu y la religiosidad. El segundo anhelo es el de justicia, cuya definición clásica y simple es “dar a cada cual lo que se merece”.
En Colombia la justicia y la paz han sido esquivas durante más de dos siglos de vida republicana. Por un lado, los conflictos, desde los más cotidianos hasta los más estructurales, se han tramitado por la vía de la violencia en controversias donde lo que prima no es el debate argumentado y la deliberación pacífica, sino el aniquilamento y la destrucción del contradictor. Y en este mar de violencia la justicia más que un atributo ha sido una herramienta de adoctrinamiento cultural hábilmente usada por las élites para someter a las bases por la vía de la fuerza a una institucionalidad débil y corrupta que se blinda a sí misma para no perder sus privilegios. Dentro de la concepción marxista, la justicia hace parte de la superestructura del Estado que no es más que un medio de dominación de los opresores sobre los oprimidos. No en vano existe esa frase que ha hecho carrera en la sociedad colombiana de que “la justicia es para los de ruana”.
En este sentido, los esfuerzos políticos, sociales, económicos y bélicos que hace la sociedad para apaciguar la violencia de tanto en tanto, tienen un componente ineludible de negociación entre la justicia y la paz. Es claro que la violencia es una fábrica de crímenes porque tiene un componente intrínseco criminal, dado que no tiene otro fin que el de hacer daño. Por esto, los conflictos en Colombia son una fábrica de crímenes y con una justicia tan precaria, además son una fábrica de impunidad. Sumado a los crímenes e impunidad, la violencia ha dejado una estela infinita de víctimas en todas las capas de la sociedad, en las ciudades y en el campo, afectando de una manera u otra a casi toda la población directa o indirectamente.
Por eso los diálogos entre las partes enfrentadas parten de la base de que para llegar a acuerdos debe haber una voluntad de ceder de lado y lado para lograr un objetivo. Tal objetivo no ha sido otro que el de encontrar la paz que no es más que el cese de hostilidades entre los bandos enfrentados y para esto la variable de negociación es la justicia.
En este sentido, el actual proceso de negociación entre las FARC y el Gobierno Nacional se encuentra inmerso en la misma dinámica de discusión, en donde se plantea qué tanto se puede ceder en la justicia para alcanzar la paz. Sin embargo, el tema de justicia se ha centrado en las penas que deben pagar los guerrilleros de las FARC y no se he tenido la precaución ni el alcance de darle un sentido más holístico al fenómeno de la violencia, los agentes de perturbarción, la responsabilidad compartida de un conflicto de casi 60 años con raíces en la colonia española, en donde además, la corrupción ha sido un elemento transversal a todos los actores del conflicto, desde el establecimiento y desde las fuerzas revolucionarias de todas las épocas.
Es decir, seguimos viendo como una coyuntura lo que siempre sido una estructura. La negociación actual se limita a la resolución de problemas puntuales planteados en una agenda de negociación con interlocutores ilegítimos, interesados y convenientes que llevan cuatro años intentando equilibrar la balanza entre la justicia y la paz para complacer a una sociedad ávida de los dos anhelos, pero que está acostumbrada a sacrificar una, que además nunca ha existido, la justicia, en función de otra que es mucho más necesaria en términos de convivencia, armonía y tranquilidad, la paz, que tampoco ha existido.
Creo que el país en su conjunto, incluyendo a los protagonistas del actual proceso, estamos perdiendo la oportunidad histórica para comprender el fenómeno de la violencia en una perspectiva más amplia. Este es el momento histórico propicio para comprender que la violencia en Colombia es cultural y que limitar la euforia colectiva al silenciamiento de los fusiles entre dos bandos enfrentados nos está deslumbrando, al punto de no dejarnos ver que el manejo coyuntural de problemas estructurales no es más que la perpetuación de la violencia en nuevas formas impredecibles y nocivas. El antecedente reciente del Frente Nacional entre los partidos liberal y conservador es una muestra clara de cómo un proceso interesado, conveniente y centrado en la coyuntura, solo es el gérmen de una nueva forma violencia, entre otras cosas, porque la justicia en ese caso fue percibida en su dinámica más estrecha y excluyente, con una lógica de aniquilación a quien no comulgara con el nuevo sistema. En este contexto surgieron las FARC, que ahora celebran su desmovilización para hacer parte de ese sistema que decían despreciar sin más contraprestación que los privilegios mismos de ese sistema.
En mi concepto la paz tiene una base imprescindible que es incluso más importante que la justicia. No habrá paz sin verdad. Y la verdad no se debe limitar a la confesión sistemática de crímenes para efectos de lo meramente judicial. No. La verdad debe ser la aceptación compartida de responsabilidades sobre la violencia y asumir los compromisos encaminados a subsanar los males estructurales de un sistema social montado sobre privilegios.
Sin duda es una buena noticia que callen los fusiles y que no haya más víctimas por cuenta de este conflicto. Esas noticias siempre son buenas y por lo tanto deben ser bienvenidas. Sin embargo, no es conveniente que los reflectores del espectáculo de la paz actual nos cieguen sobre los problemas estructurales de nuestra sociedad. No podemos permitir que este escenario se quede simplemente en la cooptación de un Estado corrupto, elitista y excluyente de un actor incómodo para sus intereses, que al sonido de la flauta del genio de Hamelin y ante su propia podredumbre interna, gestada en los placeres de la riqueza ilícita y la impunidad sistemática de nuestro sistema judicial, terminen siendo otros aliados que van a seguir saqueando las arcas de lo público y usando a la justicia como una mera herramienta de adoctrinamiento y opresión de una hábil minoría opresora, sobre una pusilánime mayoría oprimida.