Panorámica desde el Séptimo Piso

Por: Andrés Becerra L.

Andrés Becerra L.
Andrés Becerra L.

El conflicto armado colombiano que empieza a desmontarse (por ahora) con el acuerdo firmado entre Gobierno y FARC, ha producido tantas y tan variadas clases de víctimas que incluso hay víctimas que se avergüenzan de serlo.

Las primeras víctimas que vienen a la mente son las que mueren en el combate directo, en el fragor de los cruentos choques entre los grupos armados. Podría pensarse que más que víctimas son victimarios que han recibido las consecuencias de su propia decisión de ir a la guerra, pero entonces se recuerda que en todos los bandos hay muchos que están combatiendo obligados.

Es evidente que en el ejército hay miles de soldados que, si tuvieran oportunidad real de decidir según su corazón, preferirían regresarse para su casa en lugar de estar exponiendo su vida. Y digo que es evidente porque la mayoría está en el servicio porque les fue impuesto desde una ley que obliga a aprender a usar armas y a matar a sus paisanos, a sus hermanos; desde esa condición forzada son víctimas de un estado de cosas que les impone la guerra.

También en la guerrilla muchos estaban luchando obligados por quienes los reclutaron con engaños o con la fuerza directa, y su mente subyugada por el temor no encontró modo alguno de salirse del conflicto. Seguramente ocurre otro tanto en los grupos paramilitares (que “supuestamente” se desarticularon), donde no es posible decidir tan libremente irse, no después de saber cosas que pueden perjudicar la pervivencia del grupo.

Todos esos millares de víctimas convertidas en victimarias no voluntarias han estado asesinando obligadas por fuerzas físicas, ideológicas, económicas y de otras clases, fuerzas confusas que ellos no han sido capaces de desenmarañar y comprender cabalmente, al punto de que también viven su particular Síndrome de Estocolmo y muchos terminan amando a sus secuestradores y repitiendo las consignas de quienes les desgraciaron la vida.

En medio de las balas insensatas caen otras víctimas, estas sí más inocentes, más puras en su condición de víctimas: los campesinos que habitan las zonas donde se desarrolla el conflicto. Muchos de ellos murieron por retaliación de un grupo al enterarse de que tomaron partido, de algún modo, por el bando contrario, pero en esa confusión de rumores también murieron muchos por “tentativa de sospecha”, sin posibilidad real de demostrar su inocencia. Esos duelen un poco más, justamente porque no han tenido dolientes que los defiendan o los salven de su desgracia.

Y en medio de las múltiples violencias de la guerra, monstruo que no tiene límites en su capacidad de generar horrores, han sido víctimas en su cuerpo y en su alma millares de mujeres y menores de edad que han sido violados sexualmente, vejados en su dignidad, humillados hasta la postración de sus mentes y almas, marcados con una herida profunda que les acompañará, quizá, por el resto de sus vidas. En este grupo aparecen muchas de las que hemos llamado víctimas vergonzantes, pues esconden su desgracia para no empeorarla con la indiferencia o la burla cruel del ignorante, ese ignorante y cruel que justifica la violencia trasladando a la víctima la responsabilidad del atropello que recibió, como supuestamente es el caso de una proterva Senadora que adelanta en las redes una campaña negra para visibilizarse a costa del dolor y el sufrimiento.

Y, claro, también están las víctimas del expolio, del despojo de sus pertenencias, del desarraigo que las empuja fuera de su territorio para salvar la vida en medio de un calvario de carencias y sufrimientos que a muchos les hará añorar haber sido asesinados antes de partir. Millones de desplazados sufriendo hambre, frío, soledad, indiferencia, dolor de ver sufrir a sus seres amados… no hay modo de abarcar esta desgracia.

También están las víctimas de rebote, esas a quienes les cabe el refrán aquel que enseña que “el que juega con candela puede salir chamuscado”, aquellos que han promovido la guerra y han recibido consecuencias de ella, como el secuestro o la muerte de algún familiar o de ellos mismos.

Pero también están las víctimas que no parecen víctimas, pero sufren a escondidas una violencia sutil que esparce la guerra por todo lugar que recorre, como un vaho pestilente que todo lo contamina… son los familiares conscientes de los victimarios inconscientes, esas personas sensibles a quienes la vida juntó de alguna forma con los insensibles que matan, roban y corrompen todo lo que tocan… son las esposas que no han encontrado el modo de escapar del violento a quien descubrieron demasiado tarde, son los hijos de los asesinos que ya comprendieron que sus padres no son héroes, son los familiares cercanos que sienten vergüenza ajena por lo que hacen sus parientes, pero la lealtad de la sangre les impide entregarlos… ¿y cómo se soluciona ese dilema?

Esas víctimas se esconden, conservan un bajo perfil, procuran no hablar de eso, evitan confesar que tienen un nexo con el victimario, callan cada vez que suenan las noticias, y en su interior se encrespan llamaradas de dolor y de vergüenza. Pienso en una mujer que busca paz espiritual a los pies de algún maestro oriental, que evita las miradas de la gente, que habla poco y en voz baja, que vive casi en un claustro voluntario, mientras su marido sale a matar, robar y violentar a millares, a sembrar desgracia por todo el territorio.

Es inmensa la desgracia que deja la guerra, infinitas sus secuelas, pero todavía hay millones de hermanitos que no lo han entendido y siguen promoviéndola, vitoreándola desde su seguro y confortable lugar, justificándola con los contradictorios, infundados y ajenos argumentos que repite su ignorancia, hasta que una chispita de la gran hoguera caiga sobre sus hermosos vestidos.

Es momento para dedicar nuestro silencio conmovido a las víctimas de todas clases que deja esta guerra que, esperamos y deseamos, comienza a amainar. Paz para ellas, paz para todos nosotros. Namasté.