Por: Ángela Patricia Navarrete Cruz
Uno de los pilares políticos fundamentales de cualquier sociedad es la posibilidad de que sus miembros puedan discutir sobre los asuntos relevantes que los afectan. En el lenguaje de los derechos, esto es conocido como libertad de expresión. No obstante, otra cosa es la capacidad de las personas de efectivamente alimentar discusiones que les permitan llegar a consensos y respetar los disensos.
Hoy la agenda pública colombiana está centrada en cuestiones tan importantes y trascendentales del proyecto colectivo como lo son la aceptación de la diversidad sexual o el fin del conflicto armado con las FARC, solo por señalar los más recientes. Sin embargo, es de anotar que la discusión sobre estos temas ha estado altamente polarizada y que, paradójicamente, habiéndose denominado uno de ellos “La Paz”, se tengan discusiones que rayan con el insulto y la amenaza entre los participantes. Esto sucede tanto en conversaciones cara a cara, como en redes sociales y en las desafortunadas intervenciones de algunos funcionarios públicos que más parecen llamados a atacar a los que piensen diferente, que intentos por conciliar y entender por qué se están presentando esas divergencias tan fuertes en problemáticas que afectan, sino a todos, por lo menos a la gran mayoría de la población colombiana.
Lo anterior surge, a mí parecer, por varias razones, que pido se me permitan ilustrar en su versión más intensa. La primera es la manera en la que se denominan los temas en la agenda pública, lo que contribuye a que las opiniones se polaricen más. Es el caso del plebiscito a realizarse el próximo 2 de octubre para refrendar el Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera. Si desde el gobierno un asunto público se denomina “Paz”, los matices del tema se pierden y se afecta necesariamente el nivel de la discusión, indispensable e ineludible, porque se trata de cuestiones que, como he indicado, afectan a la mayoría sino a toda la población. Es como si al proceso lo hubiesen denominado “Felicidad” o “Tranquilidad”. Son denominaciones generales y vagas, además de inexactas, entre otras cosas, porque se trata del fin del conflicto armado con un actor particular denominado FARC, y no con todos los grupos armados por fuera de la ley que existen hoy en día en el país.
Esto me lleva al segundo punto y es el de la presentación de las opciones. Esto es, en Colombia, trátese de la cuestión pública que sea, por lo general las personas van a tener que decidirse entre dos opciones: o están a favor, o están en contra. Los grises no existen y a la mayoría no le interesa sus razones para que dude: tiene que escoger. O usted es defensor de los derechos de los gays o es homofóbico. O usted está a favor de la paz o está a favor de la guerra. Escoja de qué lado está. Así es difícil enriquecer la discusión pública porque las personas no se dan la oportunidad de examinar los argumentos y, nuevamente, de considerar los matices. Tienen que irse por lo “lógico” o lo “obvio”, porque los temas no se pueden analizar, esto es, descomponer en sus partes y estudiar cada una de ellas para evaluar los pros y los contras. Los asuntos públicos son un todo y así les son presentados a las personas para que escojan entre negro y blanco. En el caso del plebiscito, que por definición está cerrado a dos opciones, la discusión previa para asumir posturas informadas se ha visto gravemente afectada y tratar de comprender la otra opción es casi que imposible.
Efecto de lo anterior, es que la argumentación se ve seriamente perjudicada rayando con la ridiculización del otro y su satanización. He observado acusaciones del siguiente tipo (reitero, nuevamente, que me valgo de las versiones más fuertes para ilustrar el punto): Si usted está a favor del Sí para el plebiscito a realizarse el 2 de octubre, es un guerrillero castrochavista que entregará al país a las FARC y que quiere que Colombia se convierta en una Venezuela; si está a favor del No, entonces es un “Uribestia” porque lo obvio es escoger la paz, y ojalá que sus hijos y los hijos de sus hijos vayan a la guerra. Si usted está a favor de que se enseñe sobre diversidad sexual en los colegios, es un aberrado porque las opciones diferentes a la heterosexualidad son antinaturales; si está en contra, ojalá que sus hijos le salgan gays a ver qué hace.
Esto incide en que por más que haya sectores informados de la población que quieran enriquecer las discusiones con argumentos (y por argumentos me refiero tanto a los racionales como a los emocionales), el resultado sea nuevamente, en la mayoría de los casos, la satanización y la ridiculización porque se parte del presupuesto de que los otros son tontos o inmorales, porque lo obvio es lo obvio para cada quien.
Resultado de todo lo anterior, es que en las discusiones se arrincone al otro, se le descalifique y, en el mejor de los casos, se abandone el diálogo, negando a la otra persona y su forma de pensar.
En cuestiones tan importantes como las que el país afronta, el llamado es entonces a sustraerse de esos encuadres polarizadores de los temas, para permitirse examinar las posiciones con calma, sin partir de supuestos descalificadores. De esta manera, uno puede preguntarse por qué una persona que piensa distinto lo hace, por un lado, y por el otro, interrogarse seriamente sobre su propia posición, para ver cómo se pueden tender puentes entre visiones distintas o, por lo menos, para efectivamente confirmar que esa es la postura que se quiere asumir. En otras palabras, se trata de usar responsablemente la libertad de expresión de cada uno, entendiendo que el disenso es válido, necesario y enriquecedor. Esta es una forma de empezar a edificar un proyecto colectivo común que, además, responsabilice a cada uno en su cotidianeidad como miembro de una sociedad diversa, pero que más que nunca necesita de la comprensión mutua entre sus integrantes, más allá de las peleas particulares entre sus dirigentes. Así tal vez la paz no sea algo difuso o que depende de otros, sino un horizonte ético que guíe las acciones en la vida diaria.