Por: Andrés Felipe Giraldo L.ANDRES FELIPE GIRALDO

Hoy decidí escribir sobre otra cosa. No quiero ahondar en el SÍ o en el NO, no quiero hablar sobre el Nobel de paz de Santos o acerca del poder que tiene Uribe en la vida política de este país. Estaría lloviendo sobre mojado, además en el mar.

Prefiero conversar con ustedes, apreciados lectores, en este diálogo hermoso en donde yo hablo con los dedos y ustedes me escuchan con sus ojos llamado escribir. Les hablaré un poco de mí, de mis pequeñas luchas diarias, de lo que me motiva y me mueve en el mundo, con la única intención de que sepan quién está detrás del teclado cada domingo por este medio de comunicación regional que me ha abierto generosamente sus páginas para exponer mis puntos de vista sobre el mundo y sus demonios.

Soy un hombre de 42 años casado (dos veces, la segunda va bien) y tengo dos hijos. Mi hijo mayor tiene 20 años y el bebé tiene 9 meses. Puedo decir que mi vida entera se divide entre el pasado, el presente y el futuro con intervalos de más o menos 20 años. Yo soy el pasado. Mis hijos las otras dos. Nací en Bogotá en una familia numerosa formada entre un paisa de Anserma Caldas y una valluna del hermoso lago Calima. Somos ocho hermanos, seis hombres y dos mujeres. Yo soy el menor, el cuba, el consentido.

Estudié Ciencia Política y me especialicé en periodismo pero he trabajado en los oficios más inverosímiles. Desde ser agente del CTI haciendo allanamientos, pasando por el acompañamiento social de comunidades vulnerables víctimas del conflicto en el Chocó, hasta ser el asesor de seguridad, salud y medio ambiente de las cuadrillas de exploración sísmica petrolera en lo más inhóspito de la selva amazónica peruana, entre algunas otras cosas repartidas entre la función pública, la academia y la escritura.

No soy buen deportista y hacer ejercicio me da una pereza infinita, a no ser que no me dé cuenta porque estoy jugando. Entonces juego fútbol de cinco para viejos y me paro en un arco pequeño a que me den balonazos. Camino mucho, me encanta caminar y odio el transporte público porque aborrezco el contacto humano involuntario con extraños y estos sistemas atestados de la capital lo obligan a uno. Me encanta el café, negro o con leche, a cualquier hora del día. Es como la pócima mágica que alimenta mis ideas.

Nunca fui buen estudiante. Estudiar no es una de mis actividades favoritas pero leo mucho. Me gusta leer sobre esas historias que revelan las intimidades de los grandes íconos de la historia. Me encanta esculcar las debilidades de los poderosos para encontrar su humanidad. Llevo cinco años luchando con una tesis de maestría que se me ha convertido en un escrito engorroso, baboso, molesto y un laberinto en sí misma. He querido abandonarla y le he cambiado el tema cuatro veces. Algún día la voy a terminar, aunque no me la recibieran. “En el peor de los casos te quedaría un librito para publicar” me dijo mi asesor en Argentina que es un tipo francote, cáustico y simpático como él solo. No he viajado tanto como quisiera, pero conozco algunos lugares del mundo. Mi ciudad favorita es Buenos Aires, mi Buenos Aires querida, en donde estudié esa maestría de la que aún no me gradúo.

Mi pasión, mi gran pasión en la vida es escribir. Desde que me conozco estoy escribiendo y es la única forma en la que me puedo comunicar sin enredarme, es mi manera de conectarme con el mundo y las personas y así traduzco millones de pensamientos enmarañados, difusos, confusos y contradictorios que permanecen en mi mente. No soy escritor. Es decir, no vivo de escribir. Vivo para escribir. Soy más bien “un escribidor” como me decía mi padre. No escribo para publicar y solo tengo un libro publicado que fue un fracaso comercial porque me negué a entregarle la mitad de las ganancias a una librería. Al final regalé el libro a las personas que me prometieran leerlo.

Mi padre murió hace un par de años y hasta ahora ha sido la pérdida más dura que he tenido. Él murió porque tenía casi 85 años y un cuerpo que no pudo seguir llevando la mente más lúcida que he conocido en mi vida. En el ocaso de la existencia de mi padre a mí me sorprendió el desempleo. Entonces compartimos charlas extensas de la vida, de sus autores, de sus metodologías de investigación y de su historia desde niño. De metodologías le aprendí poco pero su legado quedó en mí para siempre. Es mi héroe y ahora es como mi Dios, a quien le rezo en los momentos difíciles.

Mi plan favorito es estar en mi casa, conversar con mi esposa, pasear al bebé y visitar a mi hijo mayor quien ya vive en su propio espacio, cerca de la universidad en donde estudia. Soy de pocos amigos y mi vida social es nula. Aborrezco las discotecas y los lugares en donde la música es muy fuerte porque no puedo conversar. Y es que no bailo. Dios me dotó con dos pies derechos (soy zurdo) y tiene más ritmo una olla cayendo por una escalera. Entonces si no puedo conversar, el baile no me va a salvar. Amo los lugares bohemios como Villa de Leyva o Guatavita y prefiero el frío al calor.

Queridos lectores, esta es mi forma de decirles que detrás de cada pensamiento, de cada opinión y de cada reflexión hay una persona con una historia, con una vida, con un contexto que construye su forma de sentir y pensar. En un país tan polarizado como el que se ha radicalizado en la coyuntura actual, en donde los insultos se imponen por encima de los argumentos y en donde vemos a quien piensa distinto más como un enemigo que como un contradictor, es necesario rescatar las raíces de la sensibilidad. Y no hay nada que nos sensibilice más que conocer la historia del otro para saber desde que orilla está imaginando el mundo.

Por eso les he contado una pequeña fracción de todo aquello que me rodea. No escribo para que estén de acuerdo conmigo sino para que a partir de mis reflexiones ustedes puedan construir su propia opinión. Detrás de estas palabras que están leyendo hay una persona en todas sus dimensiones como hay personas detrás de las palabras que no les gustan y frente a lo cual reaccionamos de mala manera, descalificando, ofendiendo y desafiando de una manera poco sana y conflictiva.

Espero con esto haberme hecho un poco más humano para ustedes, un poco más empático, un poco más cercano dentro de estas barreras y estas caretas que construyen los medios virtuales modernos. Por eso me gusta el café. Porque el café une a las personas que no se quieren esconder detrás de una pantalla y que aún ven en las miradas y en los abrazos la verdadera esencia de lo que somos: Personas. Somos personas, gente, humanos o como lo quieran llamar. Humanizarnos, sentirnos más cercanos nos va a convertir en seres más sensibles, tolerantes, respetuosos y con la capacidad de comprender al otro como alguien similar. Este es el primer gran paso para la paz y la sana convivencia y nada de esto estará escrito en un acuerdo en La Habana.

Saludos amigos y amigas. Me encantó conversar con ustedes.