Por Sylvia Colombo para The New York Times ES
BOGOTÁ — La primera vuelta de la elección colombiana tuvo un resultado previsible. Ganaron los extremos: el derechista Iván Duque y el izquierdista Gustavo Petro. Y lo más probable es que en la segunda vuelta, el 17 de junio, Duque, el pupilo del expresidente Álvaro Uribe, sea electo presidente.
No será la primera vez que Colombia haga lo que Álvaro Uribe Vélez dispone. Pero debería ser la última. Uribe es el tipo de líder que podría aparecer en la obra de Gabriel García Márquez, un hombre de mano dura, encantador y con tintes autoritarios. Sin embargo, no es el líder que América Latina necesita: reconciliador y democrático.
Desde que en 2002 Uribe asumió la presidencia, su voluntad ha prevalecido en Colombia. Su figura es el remanente de una cepa de caudillos latinoamericanos que están en vías de extinción. En este inicio de siglo, los caudillos están retirados (Raúl Castro en Cuba), presos(Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil) o fallecidos (Hugo Chávez en Venezuela). Pero Uribe, el carismático político antioqueño, hoy senador, todavía domina el escenario político colombiano.
Y hay algunas razones que ayudan a entender el porqué de su longevidad política. Durante los ocho años de su gobierno, el rendimiento económico fue constante, Colombia mantuvo un crecimiento anual del cuatro por ciento. Pero ante todo Uribe es reconocido como el presidente de la mano dura. A través de grupos paramilitares y el uso del ejército intentó acabar con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). No lo logró del todo, pero le propinó duros golpes que determinaron que en 2012 el grupo guerrillero aceptara sentarse a negociar la paz.
Los fieles seguidores de Uribe creen que, durante sus dos mandatos presidenciales, Colombia experimentó seguridad y paz; pese a que en el campo se vivía una violencia desbordada y un gran número de colombianos fueron forzados a desplazarse de las zonas rurales a las ciudades.
La política uribista se basó en una mezcla de paternalismo estatal, clientelismo y promiscuidad del poder ejecutivo con el judicial y con altos funcionarios, algunos de ellos investigados de corrupción. Es el caso de Andrés Felipe Arias, su ministro de Agricultura y Desarrollo Rural, sentenciado por la Corte Suprema de Justicia por corrupción a diecisiete años de prisión. Hoy está prófugo en Estados Unidos.
Aun así, muchos colombianos creían que papá-presidente, con su pulso firme y generoso, los cuidaba. Uribe entendió cómo hablarle al pueblo, con un tono distinto al de las dinastías elitistas de Bogotá que han gobernado Colombia por años.
Antes de finalizar su primer periodo presidencial, Uribe avanzó una reforma constitucional para aprobar la reelección presidencial inmediata, lo que le permitió contender y ganar de manera abrumadora las elecciones de 2006. A la mitad de su segundo mandato, intentó aprobar una nueva reforma que legalizara la posibilidad de reelegirse una tercera ocasión, pero la Corte Constitucional no lo permitió.
Clausurada la posibilidad de gobernar tres términos seguidos, Uribe eligió a su sucesor: Juan Manuel Santos, su ministro de Defensa Nacional. Santos ganó las elecciones de 2010 respaldado por la popularidad de Uribe, pero el pupilo se rebeló en un revés inesperado. Esto provocó un aparatoso divorcio, que le aseguró a Uribe seguir siendo el actor principal de la política colombiana.
En 2014, el “presidente eterno”, como Duque llamó a Uribe, creó el partido Centro Democrático y fue elegido senador. Desde su nuevo cargo se apuntaló como el principal opositor de Santos; opinaba y lanzaba —en redes sociales, programas de televisión, radio y editoriales— falsas verdades, como que Santos era un representante del “castrochavismo”. Después de que Santos lo llamó mentiroso, Uribe le contestó desde Twitter: “Soy mentiroso, tiene razón Santos: lo recomendé diciendo que sería un gobernante sincero y acertado”.
Cuando Santos comenzó a negociar la paz con las Farc, el expresidente fue el líder que encabezó el no en el plebiscito para aprobar el acuerdo del desarme de la guerrilla. Santos falló en conseguir el apoyo de los colombianos mediante un proceso innecesario, con el que sobre todo aspiraba a frenar la influencia de Uribe. Pero el no promovido por el caudillo antioqueño ganó. A partir de entonces, la impopularidad de Santos se mantuvo muy alta.
Pese a los esfuerzos de Uribe, Santos ha tenido una de las presidencias más estables de la historia reciente en América Latina. La economía colombiana se hizo más fuerte, firmó la paz con uno de los grupos guerrilleros más longevos del continente y ganó el Premio Nobel de la Paz en 2016. Aunque la marcha del acuerdo aún enfrenta dificultades, 2017 fue el año con la menor tasa de homicidios en treinta años. Sin embargo, Santos tiene una aprobación de solo el 14 por ciento.
En contraste, el gran ganador de las elecciones legislativas de marzo de este año fue el partido de Uribe: obtuvo 19 escaños en el Senado, 32 en el Congreso y Uribe fue el senador más votado en la historia del país.
La jubilación del caudillo parece lejana y quizás la razón esté en los dos centenares de procesos abiertos en su contra por presuntos vínculos con el paramilitarismo, injurias y las investigaciones sobre el escándalo de las “chuzadas”, una serie de grabaciones ilegales a líderes de oposición, periodistas y magistrados. Su habilidad para permanecer en el poder lo ha blindado de las consecuencias legales en su contra.
El país que deja Santos está viviendo una transformación: se lograron avances en la garantía de los derechos de las minorías, como la aprobación del matrimonio igualitario en 2016, y coaliciones políticas más plurales han ganado espacio. Señal de ello es que por primera vez en casi setenta años un candidato de izquierda, Gustavo Petro, disputa la presidencia y un candidato de centro, Sergio Fajardo, obtuvo 4,6 millones de votos. También los ciudadanos han cambiado e hicieron algo que no hacen a menudo: salieron a votar. El índice de participación durante la primera vuelta presidencial fue del 51,65 por ciento, un porcentaje mayor que el de las primeras vueltas de 2014 (40,6 por ciento) y 2006 (45 por ciento).
¿Cuál es el lugar de una figura del pasado como Álvaro Uribe en esta nueva Colombia? Resulta anacrónico su método caudillista de hacer política y su modo populista de manipular la opinión púbica. Sin embargo sigue resonando en el electorado. Escogió a un candidato que hace un año era conocido solo por pocos colombianos y que ahora tiene el 55 por ciento de la intención de voto para la segunda vuelta.
Se prevé que Duque, pese a ser un político consistente y con ideas propias, será mucho más fiel a Uribe de lo que fue Santos. Si es así, Colombia perderá la oportunidad de seguir transformándose en un país mejor y Uribe, como ha hecho en los últimos dieciséis años, seguirá tratando de dirigir el rumbo del país tras bambalinas u obstaculizando al gobierno como lo hizo en estos ocho años.
El escenario más probable es que Duque gane las elecciones. En ese caso, debe aprender de los aciertos de su predecesor: distanciarse del caudillo y consolidar la anhelada paz en el país. Pero también debe descifrar los errores del pasado: distanciar a Uribe de las redes sociales, la herramienta que ha usado para confrontar al gobierno, y alejarlo del poder de facto, algo que podría hacer si le otorga un cargo honorario, como una embajada tan lejana a Colombia como sea posible.
Es momento de que llegue finalmente el otoño del patriarca Uribe para que Colombia pueda gestionar sin caudillos la etapa más pacífica de su historia moderna.
……………………….
Sylvia Colombo es corresponsal en América Latina del diario Folha de São Paulo y vive en Buenos Aires.