Las bendiciones del fracaso
Por: Andrés Felipe Giraldo López
El fracaso es percibido como la decepción, la derrota, la claudicación ante un reto, el fin de un sueño, la vergüenza pública o la renuncia a un proyecto. Como premio de consolación, el fracaso será valorado, después de superarlo con mucho esfuerzo, reflexión y autoconvicción, como una experiencia, como un tip del manual de lo que no se debe hacer y la garantía de que no lo volveremos a repetir.
Pues bien, les contaré mi historia. El fracaso para mí tiene un solo significado: Es vivir haciendo algo que no nos llena, así ese algo nos dé éxito permanente. Y bueno, siendo así, yo vivo fracasado. Porque para vivir tengo que hacer cosas que definitivamente no me llenan. ¿Y qué hago? Trabajo. Trabajo ahora y trabajé antes en tareas que no me emocionan, que no me alegran, que no me ilusionan. Trabajo para sobrevivir, para ganar un salario y pagar mis cuentas, para cumplir un horario, llenar mi hoja de vida para poder buscar otro trabajo que igual, me va a volver otra vez un fracasado. ¿Y qué quiero hacer? Escribir. Escribir me llena. Justo lo que hago en este momento. Escribir es el motor de mi existencia. Desde que aprendí a escribir, no he parado de escribir.
Cuando era un niño escribía historias fantásticas, me inventaba mundos, personajes y situaciones llenas de imaginación. Recuerdo que escribí la historia de un soldado que ascendía y ascendía guerra tras guerra hasta ser Mariscal con tanta mística y convicción, que terminó siendo asesinado por un soldado de sus propias filas que quería ser como él, porque sentía que mientras él viviera, nadie podría ser como él. En fin, para ser un niño pensaba con mucha sordidez. Pero así viví, así crecí, así me formé, escribiendo historias.
Luego escribí crónicas, historias que viví o que me contaron. Escribí sobre atentados y muertos. Era el mundo que me rodeaba cuando era un adolescente. Las bombas estallaban en cualquier lugar, los atentados a personajes importantes eran la noticia de cada día, y siendo mi padre uno de estos personajes importantes, viví entre las amenazas, los sufragios y la zozobra de escoltas armados que al menos una vez a la semana me decían que me tirara al piso del carro en el que me movía.
Luego tuve que trabajar. No puedo negar que he tenido días buenos, emocionantes, que me llenan. Sobre esos días he escrito también. Escribí, por ejemplo, sobre el día en el que María Lepesqueur, la mujer más buena y dedicada que he conocido trabajando con la gente vulnerable, me contó en una banca de la iglesia de Bellavista en Bojayá, cómo fue esa masacre del 2 de mayo de 2002, cómo se la contaron, cómo se la confesaron de uno y otro bando y cómo vivió el renacimiento de ese pueblo desde las cenizas de su dolor.
Pero la mayoría de mis días han sido grises, parcos, destemplados y sonsos, sin mayor emoción que la de algún tropiezo en la calle, la cerrada de un taxista energúmeno o la cagada de una paloma desde un cable de la luz. Esos han sido la mayoría de mis días. Los días de un fracasado que se despierta cada día para hacer algo que no disfruta y se acuesta cada noche con la certeza de que no lo disfrutó.
Por eso puede resultar tan incoherente y vacío que les quiera hablar de las bendiciones del fracaso. Porque no les voy a decir nada de la experiencia, de cómo evitarlo o cómo superarlo para que sean exitosos. No. Yo solo les voy a prestar mi equipo de inmersión en el fracaso. Mis tanques, mis aletas, mi visera y mi esnórquel. Les digo que el fracaso ha impulsado cada día mis dedos hacia las letras para escribir y hacer mi catarsis. No he hecho de mi fracaso diario un drama permanente. Mi fracaso, al fin, es la ruta de mis palabras. He aprendido a escribir para vivir y he aprendido a vivir para escribir. Pero escribir no mantiene mis bolsillos. Eso lo hace mi trabajo. Escribir mantiene mi espíritu arriba, mis ganas de perseverar, mi mundo paralelo, mi imaginación, mi capacidad para seguir con una sonrisa porque yo no pienso. Yo escribo con la mente. Y esos trazos permanentes de letras, palabras y párrafos mientras trasego los días me han permitido soportarlos, enfrentarlos y derrotarlos. Cada día me levanto con una oración en mi tintero. Cada noche me acuesto con algunas frases escritas. Por eso el fracaso me ha hecho escritor. Porque yo ya no sé si estoy viviendo. Pero estoy seguro de que estoy escribiendo. Escribiendo como un fracasado que se acostumbró al fracaso, a quien el fracaso no le asusta y, por el contrario, se convirtió en un confidente de sus más oscuros pensamientos y sus más tiernas ilusiones. Escribo como un escritor fracasado, que siempre será mucho más escritor que persona.
Mi invitación es para que no confundan el fracaso con la derrota. El fracaso es inherente a la vida y con él convivimos, en pequeños detalles y en grandes decepciones. El fracaso es la pared del laberinto que nos invita para seguir el camino buscando ese elíxir tan preciado que llamamos felicidad. Yo he hecho de mi fracaso letras y de mis letras puentes de comunicación con usted, querido lector, que ha llegado acá por casualidad para leerme. Ahora tenemos un vínculo, un lazo, una conexión en donde yo le regalo mis palabras y usted sus minutos en este diálogo hermoso que se llama escribir. Soy un tipo que ha fracasado muchas veces y que considera que cada fracaso ha sido una bendición. Porque acá está el motor de mis días, de mis noches, de mis planes y de mis ilusiones. Si usted fracasa no claudique. Alce la cabeza, sacúdase el polvo y siga adelante. Alrededor suyo habrá más personas como yo dispuestas a contarle una historia en donde un fracaso súbitamente se convirtió en un instante de felicidad.