Por: Ángela Navarrete Cruz
El primer colegio en el que estudié era un colegio de monjas, cuando tenía seis años. Esto no le hice mucho bien a mí ya deteriorada idea de Dios, construida a partir de concepciones como que es preciso temerle porque Él está en todas partes, por lo tanto, ve las cosas malas que hacemos y nos castigará. Recuerdo que en mi cuarto se veía la sombra de unos árboles a través de la ventana y yo pensaba que era Dios enviando el diablo para castigarme, bien por haberme comido unos dulces sin el permiso de mi mamá, bien por haber dejado de hacer alguna tarea por estar jugando.
El Dios que se me presentó en este primer colegio era el Dios del Antiguo Testamento. Un Dios sin piedad que pedía el sacrificio del primogénito, que mandaba un diluvio para borrar a la humanidad de la faz de la tierra y que puso a vagar a su pueblo 40 años por el desierto. ¿Cómo no temerle a este Dios? Recuerdo que cada vez que veía a la Madre Belén, la coordinadora académica de primaria en ese colegio, me aterrorizaba. Contenía el aire porque sentía que en cualquier momento la madre Belén se convertiría en la castigadora de Dios y nos mandaría al infierno por haber ido a buscar el cuarto de la monja “sin cabeza”, otra de las tantas tretas con las que nos mantenían controladas en la institución.
Al año siguiente hablé con mi mamá y le dije que por favor me cambiara de colegio. Creo que mis padres nunca supieron la verdadera razón, pero accedieron rápidamente a mis peticiones al ver mi angustia, y empecé el tortuoso camino que es para los niños un cambio de este estilo: exámenes, entrevistas, ir a cada colegio a ver si allá también había un cuarto para la monja sin cabeza y poder desecharlo de plano. Finalmente, cuando tenía ocho años, entré al colegio del que me graduaría ocho años después. Y allá me presentaron al Dios del nuevo testamento. Un Dios que había enviado a su hijo para enseñarle un nuevo camino de amor y esperanza a la humanidad y que finalmente entregaría su vida para salvarla.
Esto me generó mucha más confusión pero por lo menos eliminó el miedo. Pensaba que un Dios que había mandado a su hijo a la tierra por amor a la humanidad no podía ser vengativo. También, al ir aprendiendo historia, que ese Dios que se metía en los asuntos de la humanidad no podía existir porque o sino no hubieran habido guerras en la humanidad, y que efectivamente, el libre albedrío era un regalo que nos había dado.
Con el paso de los años mi idea de Dios se fue desdibujando y ha tomado muchas formas, que ya hacen parte de mi conciencia personal y que distan mucho de las posturas religiosas. Pero no dejo de pensar en el gran daño que esas posturas le hacen a una sociedad, y en especial, que le han hecho a la colombiana, mojigata y asolapada de por sí.
Si bien la religión es un asunto eminentemente de la esfera personal, extraña que las personas que se dicen cristianas y que traen a colación esa condición en el debate público (lo cual suele suceder, porque cada cual opina con base en lo que cree), se hayan mostrado con tan poca capacidad de perdón y de amor por el prójimo, llevadas también por las posturas oficiales de sus iglesias. Los evangélicos, que inexplicablemente alegan que la familia se ve amenazada por el Acuerdo de La Habana (varias personas, incluyéndome, hemos estado buscando dónde se afecta la concepción de familia en dicho Acuerdo sin éxito), votaron mayoritariamente No por solicitud de sus pastores. Y la iglesia Católica, que se aboga la capacidad de representación de sus feligreses en lo público, asumió una posición neutra que no se reconoce con el discurso moral sobre el perdón y la reconciliación que dicen profesar.
Esto nos muestra que Dios y religión no son equivalentes, y que con base en Dios la religión manipula las mentes de los feligreses, en un país en el que los niveles de lectura son muy bajos y en el que la religión sigue teniendo un peso político muy grande, pese a que se supone que nuestro Estado es laico.
Personalmente, considero que el libre albedrío debería haber despolitizado a Dios hace muchísimo tiempo, y que en su nombre nunca se ha debido iniciar o continuar con una guerra, simplemente porque está más que documentado que Él no va a intervenir. También, que cada uno es libre de profesar la religión que quiera y de tener la religión que quiera, así las mismas generen múltiples confusiones. Si bien el voto es también personal y además secreto, si un colectivo religioso vota masivamente por un No, deben entender que su voto va a ser objeto de indagación porque ellos mismos se encargaron de hacerlo una cosa pública. En otras palabras, si a los debates públicos se entran con argumentos religiosos, es deber entonces entender que los mismos serán examinados y es deber de los demás examinarlos, no solo cada argumento por separado, sino en el significado total en el que se inscriben: la religión desde la que se producen. Esta semana muchas religiones, y en especial, las corrientes cristianas, parecen haber demostrado que pese a que se dicen cristianas, no asumen el mensaje de Jesús y se quedaron con el del Dios del antiguo testamento, lo cual es muy triste en medio de un momento en que su discurso de amor y perdón en un país fragmentado hubiese cambiado el tono y el rumbo de la discusión. No les pido que dejen de hablar desde su religión porque, como he dicho, cada cual habla desde lo que cree. Pero sí que si algún beneficio le puede prestar al país que tenga mayorías cristianas, es que los que profesan esas religiones estén dispuestos a tender puentes y a practicar la moral que dicen predicar: la del amor.