Panorámica desde el Séptimo Piso
Por: Andrés Becerra L.
El siguiente relato es parte de una carta que me envió un amigo, con quien cultivamos el ya casi desaparecido género epistolar.
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Tuve ocasión de presenciar una lección magistral de vida, dada por un sencillo artesano.
Observaba con admiración los trabajos de tallado en madera que el artesano exponía para la venta, cuando un hombre a mi lado preguntó por el precio de una pieza hermosa, finamente acabada, y el artesano le dio su precio. El hombre le preguntó:
—¿Puedo ofrecerle?
—¿Y por qué habría de ofrecerme? —preguntó a su vez el artesano-. Si fuera a ofrecerme una cantidad mayor, no me preguntaría, sino que me la daría como propina y estímulo a mi arte. Así que me quiere ofrecer una suma menor, y solo hay dos razones para ello: O considera que la pieza no vale todo lo que le pedí, y en ese caso yo estaría tratando de robarle su dinero, o piensa que sí lo vale pero intenta obtenerla por un precio menor a su valor, en cuyo caso usted estaría tratando de robarme mi trabajo. En cualquiera de los dos casos, no deberíamos hacer negocio, porque uno de los dos sería un ser deshonesto, y los negocios solo deben hacerse entre personas honestas.
El hombre quedó pasmado por la respuesta, y guardó silencio unos segundos, mientras la asimilaba. Luego dijo, en voz más baja que la vez anterior:
—Tiene usted razón. Lo lamento.
Y se retiró lentamente.
Cuando se hubo ido, entablé conversación con el artesano y le pregunté cómo había llegado a mirar las cosas de ese modo.
—El trabajo de un artesano es la vida misma de él. A la vez que transforma la materia que moldean sus manos, su labor lo moldea a él. Es una relación sagrada porque se hace con amor por el objeto y por el arte mismo; no tiene precio monetario. Sin embargo, es necesario asignarle un precio para trasladar el objeto a otra persona, porque esa persona debe corresponder con la energía que usó para conseguir su dinero, cualquiera que sea su trabajo. Así que se le asigna un precio que compensa el tiempo necesario para elaborarlo, la vida que se usó para darle vida.
—Pero en las leyes del mercado, de oferta y demanda, de competencia entre similares, etc., es usual regatear por el precio de las mercancías —le argumenté yo.
—Esas leyes surgieron de la corrupción que proviene del amor por el dinero, y fueron desarrolladas por hombres mezquinos que solo encuentran valor para su vida en el hecho de tener, porque no han dedicado tiempo al desarrollo de su ser. Un hombre íntegro no se somete a esa degradación de la vida humana. La vida no es una mercancía.
Me parecieron demasiado radicales sus palabras, y así se lo manifesté. Él me respondió:
—Es comprensible que así lo parezcan ahora, pero en un tiempo eso era lo normal: la rectitud era la norma. Luego empezaron a hacerse pequeñas concesiones, que luego fueron mayores, y ya ve usted en qué hemos terminado… Hoy, lo correcto parece inadecuado.
Ahí ya no supe qué decir, y él guardó silencio. Entonces me despedí con un agradecimiento por haber compartido su tiempo; él me despidió inclinando la cabeza en una venia silenciosa, con una sutil sonrisa en su rostro.
¿Qué puedo agregar a lo ya dicho? Ese hombre sabía decirlo todo con pocas palabras, con gestos medidos, con dosis precisas de silencio. Todo lo que yo diga sonará a charlatanería, a ruido perturbador.
Me quedé pensando, sí. He estado revisando los motivos por los que hago mi trabajo, la actitud con que lo asumo, la expectativa que tengo de él.
Es duro decirlo, pero a veces me parece que no le pongo amor a lo que hago, sino que todo mi amor está destinado al dinero que me han de entregar a final de mes.
A veces me siento prostituto.