Panorámica desde el Séptimo Piso
Por: Andrés Becerra L.
Doña Estanislada tenía siete meses de embarazo cuando recibió la noticia de que su hermano había fallecido en Barranquilla. A pesar de las advertencias que muchos le hicieron sobre lo delicado de su estado para acometer un viaje tan largo desde su pueblo natal —Chiscas, Boyacá-, pudo más su deseo de estar junto al cuerpo de su hermano más querido, y viajó.
Pasados los rituales de funeral y entierro, y cuando ya planeaba regresarse, doña Estanislada se sintió mal, con un dolor bajito que no la dejaba moverse; el médico le dijo que debía guardar reposo algunos días, antes de viajar.
Dos días después nació Florencio.
Pasada la dieta rigurosa de 40 días que entonces se acostumbraba (que constituye una clave ignorada de la fortaleza y buena salud de nuestras abuelas hasta avanzada edad), regresó doña Estanislada con su bebé, y nunca más se movió lejos de su pueblo.
Florencio fue criado con cubios y guavas, con papa y maíz que sus padres cultivaban, con guarapo fuerte que se tomaba en las fiestas para soltar las patas a la hora del patiboleo, oyendo merengues campesinos y rumbas fiesteras, abrigado con ruana sin cardar, cultivando la tierrita a la que tanto ama y que jamás abandonó.
Como tuvo la suerte de que no se lo llevaran al ejército, porque tenía pies planos, Florencio se quedó en su pueblo toda la vida, pero en su cédula de ciudadanía quedó constancia de que nació en Barranquilla, así que ahora, con sesenta años de edad, cada vez que tiene que presentar su documento para algún trámite, no falta el “entendido” que dice “¡Ah, usted es de Barranquilla…!”.
¿En serio? ¿Uno ES de donde nació, así se haya “caído de un trasteo”, como me dijo un amigo?
¿O uno ES de donde pertenece por Cultura, por ancestros, por décadas de vida entretejida con un territorio y población?
Tenemos la manía de marcar a la gente con un gentilicio imborrable (fundado en el mero dato del lugar de nacimiento), ignorando todo lo que hace y define a cada persona, toda su experiencia vital, todos los usos y tradiciones que sus padres le transmitieron durante su crianza, todos los aprendizajes e identidades que fue acumulando durante décadas en medio de un colectivo que conserva una Cultura.
Cuando usted encuentra a Florencio y lo ve cómo se mueve, cómo viste, oye cómo habla y ríe, lo escucha opinar sobre cualquier asunto, es decir, cuando usted CONOCE a Florencio, a usted no le queda duda alguna de que es boyacense, pero el “entendido” mira la cédula y sentencia: “Usted es barranquillero”.
Además de ser falsas muchas veces, porque dejan una equivocada imagen de la persona, esas etiquetas tienen una consecuencia inconveniente: Dividen las comunidades.
Cuando se asume identidad con algo, simultánea e inevitablemente se genera separación del resto que es diferente.
La manía clasificatoria que le quedó a la humanidad desde cuando empezó a conocer el mundo no la hemos logrado resolver, reducir a los usos estrictamente necesarios (como puede ser en la botánica, por mencionar un ejemplo), y seguimos aplicándola entre nosotros mismos, separándonos por características que son irrelevantes la mayoría de las veces (como el lugar de nacimiento, el color de la piel, la creencia religiosa, etc.).
Esto dificulta que logremos entender las situaciones desde una mirada más amplia, que abarque todas las variables y permita encontrar soluciones reales a las problemáticas. Esto hace que desperdiciemos recursos y oportunidades valiosísimas para crecer, por estar empecinados en trivialidades irrelevantes.
A veces las grandes desgracias son bendiciones en el sentido de que nos permiten dar un paso fuera de esa burbuja de ignorancia. Por ejemplo, cuando un gran terremoto destruye un pueblo, la gente se une sobre la base de su mera condición de humanos, y se ayuda mutuamente sin detenerse a preguntarle al otro de dónde es o a qué partido político o religión pertenece; claro que cuando pasa la crisis, vuelve a aparecer la manía divisoria.
Si uno se enfoca en identificar lo que lo une con los demás, encontrará que son muchas más cosas que las que lo separan, hallará que somos más parecidos que diferentes.
Cuando reviso hasta dónde llegan mis identidades culturales logro rebasar muchas fronteras geográficas y políticas, supero incluso nacionalidades, y logro identificar un gran cuerpo cultural con identidades en lengua, religión, historia y modo de sentir y asumir la vida: Latinoamérica.
Y si uso una mirada más amplia, quedándome con lo más fundamental, logro comprender que todos los humanos somos un solo grupo, que no existen divisiones importantes entre nosotros, que los temas realmente importantes como la vida, el ambiente saludable, el agua potable, el aire limpio, el trabajo para todos, el sentido trascendente de la existencia, etc., no admiten separaciones porque nos competen a todos y entre todos debemos atenderlos.
Así que, cuando alguien me vuelva a preguntar de dónde soy, le responderé así:
Namasté.