Panorámica desde el Séptimo Piso
Por: Andrés Becerra L.
Hasta hace algunas décadas, millones de hombres eran esclavizados por otros en forma evidente, con grilletes en los tobillos, con cadenas en sus cuellos, con perros que los perseguían y destrozaban cuando intentaban escapar de las grandes haciendas en que los tenían embodegados (porque tampoco tenían una vivienda digna) para que trabajaran 12 y más horas al día, sin poder decidir sobre su propia vida, ni sobre las de sus hijos o su pareja. Indudablemente, era una situación terrible, degradante (para ambas partes, aunque en el “amo” no se notara mucho), infame.
Hoy decimos con facilidad que la esclavitud se acabó, que todos somos personas libres. Ahora hasta la mujer se liberó del yugo de su marido, e incluso los niños deciden muchas cosas de su propia vida antes de hacerse adultos; de hecho, en muchos hogares son los hijos los que mandan.
Claro, todo esto es hablando en términos generales, porque persisten situaciones de sometimiento extremo.
Pero a veces a uno le da por hilar más delgado que de costumbre, y como en el “séptimo piso” ya no hay mucho qué hacer, queda tiempo para ponerse a mirar qué tan libres son las llamadas “personas libres”.
Por ejemplo, ¿pueden ir donde quieran? ¿Cualquier persona que vive en Bogotá puede irse a pasar una semana junto al mar? Por supuesto que sí, solo basta que compre sus tiquetes y lleve con qué pagar alojamiento y alimentación, digamos, como un millón de pesos.
¿Y por qué hay tantos millones de rolos que no conocen el mar, por qué no van, si son libres de hacerlo? Ah, porque no tienen el millón de pesos. ¡Pues que ahorren!, cuando se quiere se puede… ¿Que el salario no les alcanza para ahorrar? ¡Pues que cambien de empleo!, cuando se quiere se puede…
Creo que no necesito prolongar la escena y la línea de pensamiento; ya usted captó lo esencial. Hay cosas que podemos desear y que la ley nos permite, pero hay “otra ley” que nos lo impide, la ley de la realidad económica que nos mantiene reducidos a condiciones muy similares a la del grillete en el tobillo.
Y a pesar de esa dura realidad que nos marca limitaciones tan reales como el largo de la cadena que ataba a nuestros antepasados, nos han repetido miles de veces, hasta convencernos, de que somos personas libres, y así lo repetimos con más frecuencia de la que corresponde a la verdad.
Hay mil formas en que nos han puesto cadenas, sutiles pero firmes, flexibles pero irrompibles, que nos hacen creer que somos libres y que si no queremos ejercer esas libertades es porque no queremos. Es decir, además de estar atados, la culpa es nuestra.
Y en el fondo fondo de las cosas, en las causales últimas podría verse así, porque somos nosotros quienes con nuestro voto convalidamos, cada vez que hay elecciones, la permanencia de este sistema de cosas, a pesar de que no nos convenga y no le dé a la inmensa mayoría una vida digna, de calidad humana, que es lo que ofrecen en cada campaña electoral; pero hay un factor que anula esa responsabilidad, que nos hace inimputables respecto de esa culpa: La Ignorancia.
Esa ignorancia que ha sido cuidadosa, sabiamente formada por años de una educación castrante, que domestica, que limita la razón y la imaginación, que llena el espacio que deberían ocupar la creatividad y la autoconfianza con creencias y autocompasión.
Esa ignorancia nos dice que nada podemos hacer, que siempre ha sido así (aunque la escuela misma no existía así hace menos de 200 años), que lo mejor que podemos hacer es acomodarnos a lo que hay y enseñar resignación a nuestros hijos, o mejor, evitemos que sueñen para que después no sufran desengaños.
Esa ignorancia facilita que nos comamos todos los cuentos, que consumamos todos los productos innecesarios que nos ofrecen a cambio de hipotecar nuestra vida entera, y que no protestemos porque estamos convencidos de que nada puede cambiar, todo será siempre así.
Esas creencias son los nuevos grilletes que garantizan que la nueva esclavitud requiera menos perros vigilantes, con lo cual los costos son menores y las utilidades mayores para los amos.
A reforzar esas creencias contribuyen, con cinismo y perversidad, o con candidez fruto de su propia ignorancia, sacerdotes, docentes, publicistas, comunicadores sociales, políticos, y por supuesto, la inmensa mayoría de padres de familia, que les repiten a sus hijos, desde la cuna, las mismas falacias esclavizadoras.
Los invito a ver un capítulo de una serie argentina de televisión, “Los Simuladores”, comedia ganadora del Premio Martín Fierro de Oro en 2002. En este capítulo, llamado “Los Debilitadores Sociales”, se presentan algunos argumentos relacionados con lo aquí mencionado, especialmente a partir del minuto 37 y hasta el 60.
Namasté.
https://www.youtube.com/watch?v=jaqVTzWb_OQ