Pocas vergüenzas han igualado, tan por lo bajo, a los líderes políticos de América Latina como el affaire Odebrecht. Colombia podrá elegir pronto un timonel capaz de enderezar el rumbo.

Por: Carlos Villalba Bustillo

¿Por qué ha descendido tanto la política?

Abundan los motivos y los malos giros en su ejercicio actual. Hubo una época, hasta hace dos generaciones, tal vez, en que la inteligencia, las ideas, las lealtades ideológicas, la cultura y la conducta recta dominaban el panorama de los liderazgos. Pensar en Franklin Delano Roosevelt, Winston Churchill y Charles De Gaulle y compararlos con Donald Trump, es como sentir un vértigo que aviva la capacidad de comprender por qué el mundo está que se desintegra. El solo contraste asusta aun a los más desprevenidos y a los idiotas de babero. ¡Oh democracia, bendita seas aunque así nos mates!, exclamaba el maestro Guillermo Valencia en uno de sus arrebatos oratorios.

Si trasladamos la comparación a Venezuela e invocamos los nombres de Rómulo Betancourt o Raúl Leoni y los juntamos con el de Nicolás Maduro, se repiten el desencanto y la decepción. Ni siquiera resiste parearlo con otro dictador, Juan Vicente Gómez, El Benemérito y también El Bagre, para sus víctimas, quien a pesar de su ignorancia, su despotismo y su nepotismo, asoció su nombre y su mando al desarrollo de su país. A contrapelo de sus defectos y excesos, Gómez tuvo sentido de la grandeza. No fue vulgar ni mató de hambre a su pueblo para empujarlo a un éxodo que diezmara su población y sus posibilidades de redimirse. Casi nunca fue inferior a sus interlocutores más eminentes.

Parangonar al general Lázaro Cárdenas o a Plutarco Elías Calles con Enrique Peña Nieto, por Dios. O a Víctor Raúl Haya de la Torre con Alan García, ni se diga. Es el contraste perfecto entre la probidad y los desafueros morales, premiados con votos en una segunda oportunidad que resultó peor que la primera. O a Mitre y Roca con la señora Kirchner. O a Galo Plaza con Rafael Correa. O a Olaya Herrera y al viejo López Pumarejo con el quinteto que gobernó a Colombia entre 1990 y nuestros asombrosos días. Mejor no envilezcamos la historia con otras comparaciones entre la anterior y la contemporánea. Se requiere un buen número de tabletas de Ondacentrón para capear un mareo anonadante.

Qué fuerza la que cobra aquella frase, reproducida por Laureano Gómez en un editorial de El Siglocon el que mató la candidatura a designado del capitán Julián Uribe Gaviria, hijo del general Rafael Uribe Uribe: “Quién creyera, generación menguada, que en tan corto tiempo descendieras tanto”.

Qué fuerza la que cobra aquella frase, reproducida por Laureano Gómez en un editorial de El Siglocon el que mató la candidatura a designado del capitán Julián Uribe Gaviria, hijo del general Rafael Uribe Uribe: “Quién creyera, generación menguada, que en tan corto tiempo descendieras tanto”.

Pocas vergüenzas han igualado, tan por lo bajo, en América Latina, a sus líderes políticos como el affaire Odebrecht. Todo un continente, o la mayoría de sus naciones, afectado por el espectáculo bochornoso de presidentes y expresidentes presos, fugitivos o en entredicho, por haber recibido sus equipos de campaña sobornos como candidatos y en funciones. Colombia no podía faltar en el tablero de la humillación. Salvo los subalternos, es decir, los fusibles, ninguno de los pomposos jerarcas acepta responsabilidades políticas por lo sucedido. Se esfuman como podencos con la cola entre las piernas. ¿Debe ser esa la actitud de líderes en quienes presumimos decencia, ética y hombría de bien, y que alardean, al menos uno, de ser frenteros y veraces?

Es lógico que volquemos las miradas hacía la próxima elección presidencial y que miremos si en el mosaico de aspirantes, tal y como transcurre la contienda, hay material humano y político capaz de enderezar el torcido rumbo de un país en crisis. En verdad lo hay, pero no es seguro que un electorado confundido, orientado con miedos, mentiras, pasiones y odios acierte al momento de escoger y rodear de un buen Congreso al postulante favorecido con su respaldo. No alcanzan tres o cuatro meses para deshacer, con un timonel ideal, entuertos de tres o cuatro décadas de errores en cadena y, menos todavía, con las marrullas que hemos visto en la articulación de pactos y coaliciones entre partidos. Ante la larga cadena de incertidumbres, apenas si alcanza el aliento para evocar una frase de don Gabriel Cano durante la campaña presidencial de 1862: “Dios salve a Colombia”.