Por: Andrés Felipe Giraldo L.
Debo reconocer que no he sido una víctima de esta guerra. Al menos no más allá del miedo, la zozobra o la indignación. Es decir, jamás fui víctima de un secuestro, una extorsión, un atentado, un bombardeo ni nada que se le parezca. En algún momento con mi familia fuimos víctimas de amenazas que afortunadamente nunca se concretaron, pero eso fue hace tiempo. Sin embargo, debo decir que para mí vivir en Colombia ha sido conflictivo por naturaleza, como algo inherente a la cotidianidad, al reto de enfrentarse a una ciudad hostil como Bogotá, a su gente, a su tráfico y a su precaria infraestructura. Mis conflictos son permanentes y aunque no se resuelven en el campo de batalla con un fusil, si me van exprimiendo poco a poco la buena vibra, las ganas de salir a la calle, a un parque o a un centro comercial. Algunas veces pienso que son exageraciones mías, que mi umbral de la tolerancia se atrofió en su nivel más bajo y que si dejara pasar las cosas sin mayor atención quizás no me afectarían tanto. Pero no, me niego a aceptar que en Colombia vivimos así y que esta es nuestra idiosincrasia, que la trampa es una virtud, la mentira un medio y la astucia una manera de ser. No. No lo soporto.
Procuro ser ortodoxo con eso de acatar las normas, respetar las señales y cumplir la ley, aunque no siempre esté de acuerdo con lo que ordena la ley. Porque además, creo que las leyes en Colombia no son necesariamente éticas, porque los legisladores representan lo más corrupto de la sociedad. Tampoco existe la garantía de que dichas leyes estén hechas, como debe ser, para el bien común.
En fin, entonces mi estado permanente en el día a día es de irritación. Me irrita el vehículo que viola el pico y placa sin que haya una sola autoridad que lo sancione. Y que aparte de ello, ahora sea suficiente con tener plata para ganarse el derecho a hacer de la movilidad algo imposible para todos, metiendo el carro legalmente al trancón por la genial idea del alcalde de la ciudad de pagar para evadir esa medida. Me amarga ver tansitando por las ciclorrutas bicicletas con motor y motos con pedales porque sí, porque esos son los “vivos”, porque pueden acomodar a su antojo el concepto simple y evidente de lo que es una bicicleta.
Cerca de mi casa hay un parque donde saco a mi bebé para que disfrute un poco del pasto, el aire, los perros mansos y los otros niños. Ese parque queda entre dos calles ciegas y los motociclistas no tienen inconveniente en tomar los pasos peatonales del parque como sus vías exclusivas para no tener que dar la vuelta por la calle. Hay un letrero claro y grande que dice “prohibido el paso de motos” que bien podría decir “siga señor motociclista”. Me exaspera correr el coche de mi hijo para que no lo atropelle alguna moto en ese parque y que no haya quién reaccione solidariamente ante esta bestialidad, y que aparte de eso, lo vean como algo normal. Así pues, todos se corren en silencio para dar paso al infractor haciendo apenas una mueca de molestia sin mayor resistencia que un suspiro de resignación. Y cuando regresamos a casa, debo bajar el coche a la calle porque los carros han invadido los andenes como si fueran parqueaderos.
No sé cuánto dinero tiene que invertir una administración para contrarrestar la tendencia natural de los ciudadanos a ser cafres. Es triste que un sistema precario, incómodo e indigno como Transmilenio, deba invertir en puertas “anticolados” para evitar que los usuarios que se quejan de ese sistema no paguen la tarifa para usarlo.
Es más triste aún que la actitud vehemente al reclamar por lo que no está bien sea vista como una incitación a la confrontación. Yo soy de los que se molesta y reclama. Hace un par de meses me molesté con mi vecina porque le llevó una serenata a su mamá un lunes a media noche. Está bien que le celebren el cumpleaños a la señora, pero ¿Por qué un lunes a las doce de la noche? El adminstrador del edificio lejos de darme la razón me acusó de intolerante, de no ser considerado con la fecha especial de mi vecina y de afectar la convivencia armoniosa de los vecinos que son solidarios y permisivos con estos eventos. En respuesta a mi reclamo, el consejo de administración del que hace parte mi vecina, se comprometió a “avisarme con anterioridad cuando se fueran a presentar este tipo de eventos para que en nuestra casa nos pudiéramos preparar” (¿?). Por pedir algo tan normal para mí como que no hagan ruido un lunes a media noche, terminé siendo catalogado como el vecino incómodo, como el problemático e intransigente del 503.
Del ambiente laboral ni hablar. He trabajado en el sector público y soy experto en dar con jefes que se dejan deslumbrar fácilmente por el poder. José de San Martín, libertador de la Argentina, decía sobre la soberbia lo siguiente: “La soberbia es una discapacidad que suele afectar a pobres infelices mortales que se encuentran de golpe con una miserable cuota de poder”. Pues bien, yo he trabajado con estos discapacitados a quienes los hace el cargo para su ego pero que no son capaces de hacer al cargo para la misión. Cuánto pierde el Estado y sobre todo la ciudadanía encumbrando a estas rémoras arrogantes que manejan lo público como el feudo de sus pretensiones personales.
En mi plebiscito personal no puedo votar sí o no. Esta es una lucha permanente de resistencia. Algunas veces con resignación y otras con reacción, pero siempre con la indignación y la molestia de saber que no puedo más que lamentar haber nacido en un lugar tan marcado por el egoísmo, la apatía y el desprecio por el otro.
Por eso mi otra paz está pendulando entre aceptar que esta es la realidad que me toca vivir, someterme y resignarme, o condenarme algún día al exilio voluntario en donde tendré que asumir que soy un extranjero que debe soportar lo mejor o lo peor de lo que me rodea porque igual, no es lo mío.
Yo no he sido víctima de la guerra que culmina el próximo 2 de octubre con un sí popular. Pero sí he sido víctima de una sociedad pusilánime y complaciente que permite que el irrespeto, la corrupción y la falta de solidaridad y el sentido común hagan de éste un espacio hostil, opaco y repelente. Quizás esa guerra que me atormenta no mata, pero sí me va quitando las ganas de vivir acá.