Panorámica desde el Séptimo Piso
Por: Andrés Becerra L.
Un hombre habla con el gerente de un banco para pedirle un crédito de cinco millones de pesos. El gerente le pide constancia de ingresos por tres millones de pesos, dos fiadores con iguales o superiores ingresos, o hipotecar algún bien raíz satisfactorio para el banco, una póliza de garantía expedida por alguna aseguradora de prestigio, y los papeles de identidad correspondientes.
El hombre le dice que le resulta incómodo molestar a sus amigos por esa pequeñez, así que le ofrece que escoja cuál bien le hipoteca, alguno de los cinco edificios que tiene en Bogotá, o la finca de 500 hectáreas que tiene en el llano, o alguno de los 20 buses intermunicipales, o cualquiera de las 30 tractomulas… en eso lo interrumpe el gerente, un tanto amoscado, quien le dice que lo disculpe por parecer incrédulo, pero que le parece que él le está mamando gallo con todo eso que le dice tener, a lo cual el cliente le responde: “¿Y quién empezó, ah? ¿Quién empezó?”.
Es inevitable pensar algo similar cuando uno se detiene a reflexionar sobre la situación carcelaria en el país, con centros de castigo cuyo hacinamiento supera el 100%, donde los reclusos son sometidos a condiciones infrahumanas de habitación y trato, donde se refuerzan y profesionalizan las tendencias delictivas de quienes allí entran, en vez de ser sitio y ocasión para que “se resocialicen”, como dice la teoría.
Una frase que hizo carrera durante muchos años en el país decía que “un Auto de Detención no se le niega a nadie”, y resulta muy fácil afirmar que si llevaron a alguien detenido “algo haría”, pero mucho va de aplicar la ley a violar la Constitución y muchas leyes. Porque si bien la autoridad judicial aplica la ley al detener al supuesto delincuente, la Constitución postula en su Artículo primero la dignidad humana como uno de los fundamentos de la República.
El típico leguleyo revirará diciendo algo en el sentido de que no se le puede premiar con un palacete de lujo a quien delinquió, pero la ley condena es a la privación de la libertad, no a la privación de su dignidad, de una comodidad mínima correspondiente a cualquier persona, de un trato decente y de un ambiente que no atente contra su sanidad mental y física.
¿Que hay malandrines redomados a quienes solo se les puede tratar por la fuerza? Por supuesto que sí, todos sabemos de ellos, incluso hay algunos que son famosos en las redes sociales, pero la excepción no se puede convertir en regla aplicable para todos.
Y aquí es donde viene a mi memoria el cuento con el que inicié este texto, por aquello del “¿Y quién empezó, ah? ¿Quién empezó?”. Porque aparentemente el problema empieza cuando un individuo decide infringir la ley, como si una persona sana en todo aspecto (mental, emocional, afectivo) de pronto decidiera saltarse la norma por mera diversión, de puro aburrido.
“¡Ay, qué día tan aburrido… voy a asaltar un banco, para ponerle algo de emoción a esto!”, pareciera ser la motivación para quienes se quedan en los hechos inmediatos. ¿No amerita este asunto ir un poco más allá y enfocarlo con una comprensión más amplia y más profunda?
Por supuesto que lo vale, y por supuesto que lo han hecho. Las autoridades lo saben, pero no les importa. Se han acostumbrado tanto a la idea de que las cosas son así y a las respuestas-tipo con que las atienden, que ya se les borró de la mente la posibilidad de asumirlas de otro modo.
Detrás de las muchas motivaciones que conducen a una persona a infringir la ley, a delinquir deliberadamente, hay una posición existencial de rechazo a la sociedad y lo que ésta le ha hecho, rechaza y maldice cómo lo ha tratado mal en muchos aspectos (al menos, es su percepción personal), y llega a la conclusión de que ya no se “portará bien” porque “no se lo merecen”, ya no se someterá a sus condiciones, y actúa.
Si cuando lo capturan lo recluyen en un lugar feo, frío, duro, maloliente, lo obligan a dormir en el cemento duro y frío de un pasillo cualquiera, quizá junto a una letrina maloliente, sin abrigo suficiente, si tiene que atender sus necesidades fisiológicas o bañarse a la vista de todos (“por razones de seguridad”), si en el espacio construido para 40 personas se apretujan 100 o más, ¿será que así esa persona llega a sentir que ahora sí vale la pena “portarse bien”, o por el contrario, confirmará su rechazo y se empecinará más en su odio?
Son muchas las vicisitudes por las que pasa una persona en este país, el más inequitativo de Latinoamérica, donde más de 20.000 niños y niñas menores de cinco años mueren cada año por causas que se podrían evitar (desnutrición, infecciones agudas, falta de agua potable, falta de atención en salud a la madre gestante y lactante, etc.), según informes de la Procuraduría General de la Nación.
¿Cuántas personas logran conservar la cordura y el autocontrol después de tantas duras pruebas? ¿Cuántas se desajustan y llegan a la conclusión de que “nada vale y nada importa”? ¿Cuántas se desmoralizan al conocer tantos casos de corrupción impune, de poderosos huyendo de la justicia, de crímenes de Estado? ¿Por qué deberían ellas seguir “jugando limpio” si todos los demás hacen trampa, y nada les pasa?
Por supuesto que no se está justificando el delito, sino observando que no es gratuito que muchas personas infrinjan la ley, y cuando ello ocurre y las capturan (porque para ellas sí hay cárcel), la reclusión en condiciones degradantes, infamantes, termina de convencerlas de que nada de esto merece su lealtad; entonces se endurecen y, en lugar de decidir no volver a delinquir, deciden no dejarse coger de nuevo, ser más astutos que la autoridad, pasar a un nivel más sofisticado de delito, profesionalizarse.
Así que el Sistema propicia la formación del delincuente, y luego lo refuerza. Pretende apagar el incendio con gasolina.
¿Cuánto cuesta mantener presa una persona? 13 millones de pesos por año que paga el Estado, más la pérdida en productividad de la persona y el caos en la familia. ¿Cuánta prevención se podría pagar con ese mismo dinero, para que muchas personas en condición de “vulnerabilidad moral” no lleguen a la cárcel? ¿No sería más sensato formar un “batallón” de profesionales en Salud, Trabajo Social y afines, que atienda esas poblaciones vulnerables y las “vacune” contra el virus del delito? ¿No resulta más productivo para la economía del país modificar las condiciones de inequidad que generan tanto desajuste social y tanto delito recurrente?
Por supuesto que sí. Pero no les importa.