Por: Édgar Artunduaga
Winston Morales (huilense) es poeta galardonado internacionalmente, escritor consagrado y profesor universitario en Cartagena. Como pocas víctimas alcanzó a sentir los efectos de la burundanga y reaccionar arrojándose del taxi que lo transportaba en Bogotá y huir del chofer que ya lo tenía como su víctima.
Morales logró salvarse y considera que sólo Dios pudo hacer el milagro. –“Si usted no cree en Dios, por favor, absténgase de leer este mensaje”, advierte ante de empezar el relato odisea:
-“Dicen que Dios abre puertas, y yo pensaba (hasta hace tres días) que la gente se refería a una especie de metáfora o analogía. Pero en efecto Dios abre puertas. Y cuando hablo de Dios, me refiero a Dios (el concepto que usted tenga de él es suyo), llámelo como quiera llamarlo (Dios, Krshna, Buda, Alá, el arquitecto del universo, la eterna presencia, la Divina providencia, etcétera). El asunto es que Dios abre puertas y hace tres días me abrió la puerta de un taxi. Les contaré.
Regresé de los Estados Unidos a Cartagena el 2 de noviembre. El 3 regresé a Bogotá para de nuevo abordar un avión de Lufthansa que me traería a Varsovia. Como mi madre venía conmigo procedente de Boston, ella voló conmigo a Bogotá, y al no conseguir pasajes económicos (Avianca cree que los pasajes a Neiva se consiguen mejor en las nubes) acompañé a mi madre al Terminal de Transportes. Allí almorzamos en compañía de mi hermano John Freddy Morales. Durante el almuerzo (hablo del día 3 de noviembre), cayó una borrasca sobre la capital del país, acompañada de granizo.
Al terminar el almuerzo, me dirigí con mi madre y mi hermano John para que ellos tomaran el Doble Yo de la empresa Cootranshuila que los conduciría a Neiva. Luego de despedirlos, me dirigí al módulo cinco para tomar un taxi autorizado que me regresara al Aeropuerto El Dorado (en la mañana mi hermano Mauricio Rap Morales me había hablado de un amigo suyo que había sido víctima de un atraco al tomar el taxi en las zonas no autorizadas del Terminal).
Al llegar al módulo 5 me encontré con la terrible sorpresa de que no había taxis y sí una larga fila de aproximadamente 50 personas. Ante esta situación llamé un Uber y dos me cancelaron. Como tenía afán de regresar al aeropuerto (antes debía cumplir una cita en Titan Plaza), hice caso omiso a la recomendación de mi hermano y tomé un taxi en zona no autorizada del Terminal. Primer error.
Segundo error: el taxista no llevaba en lugar visible la tarjeta que lo identificaba como conductor de alguna empresa de taxis.
Tercer error y uno de los más comunes: el taxista en cuestión (y que a partir de ahora llamaré crápula) entabló conversación conmigo; que era ingeniero, que el trabajo estaba pesado, que las mujeres más guapas son las argentinas, que vivió unos meses en Buenos Aires y que le gusta mucho viajar.
Cuarto error, y este fue el anzuelo: una noticia: Bogotá sería ciudad 24 horas. Es decir, Bogotá, igual que New York o París, nunca dormiría. Pero cómo, se atrevió a decirme el delincuente, con esta inseguridad en las calles, con tanto malandro suelto, se requiere de un policía por habitante. Tome, confirme la noticia en el periódico.
Y el crápula me pasó un periódico (que no era de los periódicos más conocidos de la capital) para que yo lo hojeara. En ese momento recibo el matutino, pero al instante se me prende el bombillo de la suspicacia y comienzo a pasar una a una las hojas del diario sin respirar y a una distancia considerable (también por aquello de la presbicia).
Le devuelvo el ejemplar al delincuente, primero advirtiéndole que no había encontrado la dichosa noticia, a lo que éste responde que seguramente desprendió la hoja con la idea de limpiar el vidrio panorámico del taxi. Luego de esto, me muestra una hoja arrugada y mojada, la cual me negué a tomar en mis manos
No habían transcurrido ni siquiera tres minutos cuando el crápula comienza a hacerme interrogantes sin que encuentre yo la capacidad cognitiva de responder. Es decir, no hallaba conexión entre una palabra y otra, se formaban pequeñas lagunas en mi mente que no me permitían conectar las ideas, el lenguaje, ni el cerebro.
No obstante, por alguna extraña razón fui consciente de eso; me ubiqué en una especie de no lugar donde fui capaz de visualizar lo que se me vendría encima si no reaccionaba de manera inmediata: perdería el vuelo, me robarían, me dejarían tirado en un potrero.
En ese instante el taxi se detuvo en un semáforo y sin que me importara el charco que había a mi alrededor abrí-abrieron la puerta del automotor y me lancé en estampida a la carretera. Usted me dio algo, le grité al delincuente, usted me dio algo, a lo cual él me respondió que le pagara la carrera.
Inmediatamente crucé la avenida, entré como un enajenado a un restaurante y pedí agua. Como no había agua en botella, yo, que desde hace más de un año no había tomado gaseosa, compré una de Postobon (quizás la manzana del mentado paraíso).
Al notar que el malestar aumentaba pedí prestado el baño, pero la señorita que me ayudaba prefirió llevarme a la cocina. Allí me lavé las manos y el rostro con jabón y me «pegué» en el tubo del agua como aquel sediento que recién descubre una fuente en mitad del desierto de la Tatacoa.
Al percatarme de que el malestar en lugar de irse aumentaba (pese a las diez cucharadas de azúcar de la gaseosa), regresé de nuevo a la cocina no sin antes notar la cara de desconfianza de uno de los cocineros. Me lavé de nuevo las manos y el rostro y bebí de la llave del tubo toda el agua que me fuera posible.
Salí del restaurante en busca de un centro de salud y no había avanzado una cuadra, cuando el malestar regresó con mucha más fuerza, así como las olas que golpean con violencia las escolleras de las playas de Cartagena. Entré a una tienda advirtiéndole a la señora que se encontraba detrás de una reja que estaba «enburundangado», a lo cual la señora me suministró una botella de agua con gas.
Luego entró al interior de su casa y trajo consigo dos rodajas de limón que yo comencé a chupar como si fueran los labios de una novia olvidada de aquella juventud perdida y de esta vida presente que casi se esfumaba. Ni el limón, ni el agua con gas, ni el recuerdo de aquella novia desvanecida en el tiempo lograron que el malestar se fuera.
La señora, a quien llamaré mi segunda samaritana, me pasó un frasco con alcohol para que yo inhalara ininterrumpidamente. Un vecino de la señora, que luego vine a identificar como el maestro de obra de una construcción vecina, me dijo que inhalara con mucha prudencia, no fuera que terminara como uno de los tantos «gamincitos» que se drogan aspirando bóxer. Como si la burundanga no fuera peor, pensé, ¿pero a esas alturas de la pleamar de la escopolamina a quién se le ocurriría discutir? Inhalé y exhalé por largo rato los olores del alcohol y salí a la calle con la intención de vomitar sobre la carretera, pero las arcadas no fueron suficientes para lograr mi cometido.
Al sentirme un poco mejor me dirigí por fin al centro de salud donde una enfermera me tomó la tensión y pudo comprobar que presentaba taquicardia. Me recomendó mucho líquido, que hiciera lo posible por ducharme y que me lavara el cabello, los párpados y las fosas nasales con jabón para retirar cualquier residuo de la famosa burundanga.
Tomé otro taxi, esta vez solicitado por mi tercera samaritana, y me dirigí con mucha desconfianza al aeropuerto El Dorado. Pasé los puntos de control, entré a un baño y, ante la sorpresa de varios, me lavé con jabón la cara, froté mis párpados y puse una cantidad considerable de agua y jabón en mi nariz.
Compré dos botellas de áloe vera y entré al avión de Lufthansa cuidando de ocultar a las azafatas el estado de malestar en el que me encontraba; alcancé a recordar que a mi hermano John le prohibieron subir a un avión porque presentaba síntomas de taquicardia. Yo no contaría absolutamente nada, pues si a mi hermano lo bajaron por tener un pulso excesivamente acelerado, a mí me bajarían por ir volando antes de tiempo y por constituirme en una especie de peligro para el vuelo LH 543.
Ya en el vuelo de Lufthansa seguí consumiendo líquido y tuve que desistir de la cena, no por voluntad propia, sino porque la solicitud de una dieta vegana nunca fue recibida por la aerolínea.
Y acá estoy, contando esta historia como un humilde reconocimiento a ese ser que me abrió la puerta, o que empujó mi mano para que yo la abriera. Y lo cuento tres días después, seguro de que mi madre y mis hijos puedan leerlo con total tranquilidad y naturalidad.
Esto lo testifico para la honra y gloria de Dios, pero también para que ninguno de ustedes tome un taxi de una forma tan ingenua y confiada como lo hice yo. Evite conversar con desconocidos y en lo posible tome una fotografía de la tarjeta de identificación del señor taxista (que en el mejor de los casos puede que no sea un crápula).