Como en “El extraño mundo de Subuso”, terminamos aceptando el absurdo como norma y preferimos alimentar un infundado optimismo, en vez de asignar responsabilidades y exigirle al gobierno que cumpla con su deber.

Por Roberto Castro Polanía 

Con el corazón transido de dolor llegamos de San Agustín adonde, con el periodista Alberto Renza Lizcano fuimos a saludar a la familia de Efredes Pipicano.

Quisimos transmitirles allá de viva voz el dolor y la ira que sentimos los laboyanos (oriundos de Pitalito, Huila) ante este nuevo asesinato. El hecho del jueves es uno más de una ya larga cadena de homicidios, cuyas víctimas han sido pequeños empresarios del campo y la ciudad. Pero este crimen que hoy a todos nos conmueve, tiene unas connotaciones especialmente sobrecogedoras.

A las cuatro de la tarde un par de ladrones y asesinos segaron la vida de Efredes, y a su yerno, Diego Fernando, le pegaron un tiro en la cabeza. A esta hora está en la Unidad de Cuidados Intensivos, conectado a un respirador mecánico, en estado crítico.

Diego Fernando tiene solo 24 años. Acababan de aprobarle un crédito bancario, quizás el primero de su vida. Junto a su esposa, Alba Luz, y su suegra Efredes, salió del banco, atravesó el parque esquivando a los vendedores de tinto y cigarrillos al detal. Desprevenido y alegre bajó por la calle sexta en busca de los almacenes agrícolas. Iba a comprar cincuenta pollos con los que iniciarían el pequeño negocio que quedaría a cargo de Alba Luz. Con el resto del dinero compraría un lote para construir su casa y poder iniciar su vida de pareja independiente en la vereda El Carmen, un poco más allá de La Pradera, en las frescas y suaves colinas de esos parajes de ensueño que rodean a San Agustín. Efredes, orgullosa y alegre, cumplía con su deber de madre, apoyando a sus muchachos.

En Colombia la maldad se apoderó del paraíso. Aquí los asesinos agazapados a la salida de los bancos pululan como fieras. Roban y matan para apoderarse de los recursos de la gente que trabaja. Aquí la gente buena tiene que esconderse, mientras los bandidos imperan en las calles. Los asesinatos de hoy nos hacen olvidar a los de ayer, y terminamos aceptando como normal que los bandidos manden, mientras los ciudadanos de bien aprendemos a convivir con el abuso y el temor. Como en “El extraño mundo de Subuso”, terminamos aceptando el absurdo como norma y preferimos alimentar un infundado optimismo, en vez de asignar responsabilidades y exigirle al gobierno que cumpla con su deber.

A las dos de la tarde de este sábado asistiremos al entierro de Efredes Pipicano en San Agustín. Estaremos quizás asistiendo al entierro de nuestra propia dignidad como nación. Qué paradoja que sea en la tierra de Ullumbe, donde nace el río de la Patria. Allí donde floreció una cultura de artistas y hombres libres, el pueblo adolorido y paciente enterrará a una mujer trabajadora y buena, fiel representante de esta raza hoy oprimida, explotada y abusada por sus enemigos. El gobierno mientras tanto se ocupa en maquinar nuevas formas de extraer más y más recursos del pueblo mientras, negligente, se niega a cumplir con su obligación de garantizar el derecho a la vida y a la libertad. ¡Qué tristeza, qué indignación!