Por: Ángela Navarrete CruzANGELA NAVARRETE

Hace unos seis años conocí a Don Rafael. Él era un campesino del corregimiento de San Joaquín, en La Mesa, Cundinamarca. Me temo que Don Rafita se fue del mundo hace un par de años, porque no he podido volver a saber de él. Era un hombre bajito, de ojos hundidos y mirada cansada, humilde y profunda. Usaba sombrero y alpargatas, y cuando lo vi por primera vez tenía unos 70 años, que parecían más. A Don Rafael cada tristeza le había dejado una marca en el rostro, surcado por arrugas que hacían parecer que estaba siempre con un dolor muy fuerte en el alma. Y de pronto, cuando parecía que un recuerdo muy desolador se le había atravesado por la mente y el corazón, soltaba una risotada, dejando ver una sonrisa a la que le hacían falta unos cuantos dientes.

Recuerdo mucho a Don Rafael porque pensábamos muy distinto. Era un hombre conservador que se enorgullecía al decir que gracias al esfuerzo de un grupo de campesinos liderados por él, habían logrado sacar a la guerrilla hace, en ese entonces, unos cinco años de manera definitiva del corregimiento. Me contó que fueron hasta el Ministerio de Defensa y que entonces llegó el Ejército para acorralar a las FARC y permitir que San Joaquín retornara a su normal tranquilidad. “Me da pesar con esos muchachos que se van al monte pensando que un fúsil les soluciona la vida. Pero más pesar me daba que acá estábamos como muertos. Ya no se podía mover una hoja sin pedirles permiso”.

Ya habiendo logrado eso, decía que quería que el Partido Conservador abriera una oficina en el corregimiento. Yo le pregunté, con desazón, por qué era conservador. Él, con voz firme me respondió: “Porque toca conservar lo bueno. O sí no, ¿Cómo vive uno? Eso es ser conservador. Tratar de conservar lo bueno y cambiar lo malo”. En ese momento me pareció que Don Rafael y yo no éramos tan distintos.

Yo lo volví a interrogar: “¿Y qué cambiaría usted?”. Me dijo: “De mi vida nada. Soy feliz. Yo no vivía en el campo. Yo trabajaba en Cachipay, tenía una tienda con mi mujer. Pero me entró eso de venirme al campo, de ser campesino. Vendí la tienda hace como 30 años y nos compramos una tierrita. Pero me da tristeza ver que los jóvenes se van, que no quieren esto. Y yo pienso que son como tontos. En la ciudad se sufre mucho. Acá la tierra nos da todo. ¿Para qué irse?”. Nos detuvimos y Don Rafael se quedó absorto mirando el río, como tratando de responderse esa pregunta. Seguimos caminando y me señaló el colegio. Me contó que a ese colegio venían niños y niñas de La Mesa, Anapoima, Cachipay y desde luego, de las veredas del corregimiento. Me dijo que le parecía una tontería que el énfasis que se escogió para los de media vocacional fuera en contabilidad y comercio, y no en agricultura. “Esos muchachos se van para la ciudad y después tienen que volver porque les va mal, porque los maltratan. Creen que se van de gerentes y no. Allá es pagando piso. Y cuando llegan no saben nada del campo. No saben sembrar, no saben cosechar, no saben cuidar los arbolitos. Y a los que les va medio bien, ni vuelven. Se olvidan de su familia y hasta de lo felices que fueron acá. Como si ser del campo los avergonzara”.

“¿Y sabe qué cambiaría también? Eso de que acá traen cosas, programas y proyectos, y no nos preguntan a nosotros qué queremos. Eso también me aburre. Que piensen que el campesino no sabe qué hacer, como si nosotros no fuéramos los que conocemos cómo son las cosas, y los ingenieros y técnicos que vienen, que por ahí habrán visto sembrar en televisión, vienen y nos dicen cómo tenemos que hacer las cosas. Eso lo cambiaría. Y les diría, es que ustedes también tienen mucho que aprender de nosotros”.

En estos días he recordado mucho a Don Rafa, en particular esta, la última conversación que tuvimos. Recordé que pese a que pensamos distinto, Don Rafael era una muy buena persona, que creía firmemente que conservar era el camino para avanzar y que nos unía el mismo deseo de que el país estuviera bien. Pensé en la tranquilidad y la vida que le trajo al corregimiento que las FARC se hubiesen replegado y les permitieran recuperar la cotidianeidad a los san joaquinunos, en un momento en que la única salida que se pensaba posible era la armada. Pensé en el pesar que le producía que esos muchachos se fueron para el monte, y que los suyos, los de San Joaquín, se fueran para la ciudad. Recordé ese clamor constante del campesino de que no lo traten como si no tuviera nada que decir, como si fuera un objeto de programas que se piensan en un escritorio en Bogotá. Recordé todo eso porque tengo la esperanza de que para estas personas hoy se escriba un nuevo capítulo, no de las 297 páginas de un acuerdo que se hizo sin su participación, sino las de un nuevo comienzo para el país.