Por: José Gregorio Hernández Galindo
Todo muestra que, como lo señalamos desde la época en que se llevaban a cabo los diálogos de La Habana y también cuando se convocó a plebiscito, el Acuerdo Final y sus desarrollos constitucionales y legislativos no son en sí mismos la paz de Colombia, ni se han debido confundir con ella. La prueba más fehaciente de lo dicho la encontramos en los reiterados actos terroristas del ELN, en los de bandas criminales y en los más recientes ataques de la misma índole llevados a cabo por las denominadas “disidencias de las Farc”, y en los oscuros acontecimientos que han tenido lugar en Tumaco y en otras localidades del país.
No se nos olvide que siguen siendo asesinados tanto líderes sociales y defensores de derechos humanos como integrantes de nuestra Fuerza Pública y campesinos. Son todos ellos crímenes respecto a los cuales la actividad del Estado se ha demostrado impotente, tardía y descontrolada. De modo que hablar de paz en esas circunstancias resulta difícil, y como lo escuchamos de los habitantes de zonas afectadas por la violencia durante el llamado “post conflicto”, mucha gente, de distinta orientación política, las organizaciones sociales y el ciudadano del común, todos tienen miedo, se sienten inseguros y desprotegidos. Ello, además del trasfondo socio económico existente, respecto al cual hay indudable descontento en zonas como las de Buenaventura o Tumaco, en las cuales los pobladores alegan que los compromisos oficiales no se cumplen. También los desmovilizados de las Farc se quejan de incumplimiento de lo acordado; al parecer algunos de ellos (desertores y reincidentes) se van de las zonas a las que se habían acogido, y por si fuera poco, la expansión de los cultivos ilícitos parece incontrolable, como lo expresan congresistas y funcionarios de los Estados Unidos, con el peligro de una casi segura descertificación y retiro de las ayudas provenientes de ese país.
Así las cosas, queda claro que el Acuerdo Final no es la paz, pues ella representa un estado de cosas al que estamos lejos de arribar; algo mucho más de fondo; que debe concretarse, más que una hoja de papel, en una realidad actuante. En la sensación de seguridad y tranquilidad de las personas, en especial de aquellas que se encuentran en los campos y las poblaciones de regiones tradicionalmente abandonadas por el Estado.
Hablar de paz desde los escritorios oficiales, desde las curules del Congreso, desde las campañas políticas y desde las declaraciones de dirigentes ante los canales de televisión y los medios…es algo que suena fácil. Y circunscribir el inmenso valor de la paz a un documento, por voluminoso que sea, sin ninguna relación con lo que pasa en la vida y la muerte diaria de muchos colombianos, es algo que suena falso y ajeno. Sofisma.
Tampoco se puede confundir la paz con las normas que están aprobando en el Congreso como implementación del Acuerdo de Paz, o con las dictadas por el Presidente de la República en ejercicio de facultades extraordinarias, ni con la selección de un cierto candidato o candidata a la Corte Constitucional –como, infortunadamente, ha venido ocurriendo. Ni se puede exigir a la Corte que, faltando a su deber, declare que todo lo actuado es exequible porque sí, amenazándola con el torpe argumento según el cual una sentencia de inconstitucionalidad, aunque ésta sea ostensible, equivale a volver a la guerra. Otro sofisma inaceptable.