Nos comió la droga. Nadie dice nada. Y la Corte Constitucional sigue muy oronda tras promover el Libre Desarrollo de la Personalidad, y la dosis mínima, su hermana gemela.

Por: Fernando Londoño Hoyos

Entre todas las estupideces que ha alcanzado la Corte Constitucional, ninguna como esta. Llamar Libre Desarrollo de la Personalidad a la destrucción del ser humano, a su esclavitud más abyecta, a la pérdida total del dominio de sus actos, no es un simple disparate.

Cuando empezamos esta marcha hacia el abismo, muchos se arrogaban el derecho a envenenar a los demás. Si los gringos quieren meter cocaína, que la metan. Ellos verán lo que quieran hacer con ellos y sus hijos. La cocaína nos produce mucho dinero, tanto que algún Presidente llegó a hablar del “embeleco” de las exportaciones; todos se referían como un chiste a la “ventanilla siniestra” del Banco de la República, —más activa hoy que nunca—; los cardenales bendecían las obras populares con que los narcos calmaban su conciencia y la prensa se hacía lenguas hablando de las maravillas del fútbol, cuyas velas henchían toneladas de coca.

Los que censurábamos esa barbaridad éramos reos de la incomprensión pública y de las sentencias implacables de los que se llamaron alguna vez los extraditables. Don Guillermo Cano, los magistrados de la Sala Constitucional de la Corte que asesinó Pablo Escobar, con la ayuda del M- 19 y del Vicepresidente coca Naranjo, los magistrados, jueces y periodistas que entregaron su vida por la causa del decoro y del Derecho y de la Libertad, serían unos majaderos para que los barriera la escoba de la Historia.

Estamos pagando el precio de toda esa monstruosidad. Olvidemos la vergüenza mundial de que nos vean como los grandes proveedores de cocaína del mundo; olvidemos la ruina de nuestros bosques y nuestros ríos; olvidemos la catástrofe económica y la catástrofe moral que la exportación de cocaína comporta. Pensemos solo, un minuto, en las ollas del narcotráfico.

Decir que somos grandes consumidores de coca y de bazuco es decir muy poco. Porque lo más doloroso de esta historia es la ruina de una generación, la que se está perdiendo ante nuestros ojos. La drogadicción de nuestros jóvenes tiene dimensiones colosales en su extensión y demoledoras en sus efectos. Pero sobre todo, estamos dejando perder a  los jóvenes más pobres.

Los muchachitos que tiramos a la calle pasado el medio día, porque no hay aulas donde albergarlos, ni campos de deportes para formarlos, ni maestros para educarlos, no tienen más horizonte que la pandilla y la olla. Y los que mejor lo saben son los vendedores de cocaína, que caen como buitres sobre esas criaturas abandonadas. Ahí está el negocio, señores.

Los que deciden la suerte de Colombia son los jíbaros y los productores de cocaína. En la época de lo que llaman los sicólogos el vaciado de la personalidad, cuando el niño empieza a ser hombre y la niña atisba el comienzo de sus impulsos de mujer, los orientadores de nuestros jóvenes son esos salvajes. Y entre otras buenas razones es por eso que hay ollas en todos los pueblos de Colombia y en todas sobra la clientela.

Un niño dominado por la droga hace lo que tenga que hacer para un nuevo pase o una chupada adicional. Cuando tiene que robar, roba; cuando tiene que hacer mandados, los hace; cuando tiene que atracar atraca y mata cuando tiene que matar; y por supuesto, cuando tiene que prostituirse, se prostituye. Esas niñas colegialas que aparecieron en el Bronx, llevando su uniforme por insignia, se entregaban a treinta habitantes de la calle por día a cambio de cocaína o peor, de bazuco. Ese cuadro no nos conmovió, ni le importó al Gobierno. ¡Qué le iba a importar!

Santos hizo lo de siempre. Una payasada. Se fue para una casa olla y montado en una retroexcavadora posó para una foto haciendo alarde de que la echaba al piso. Y así haría con todas las demás, agregó muy tieso y muy majo.

Desde aquel día, cuántas ollas nuevas en cuántos lugares de Colombia. Nos comió la droga.