Panorámica desde el Séptimo Piso

Por: Andrés Becerra L.

Andrés Becerra L.
Andrés Becerra L.

Algo que sacudía la rutina de los hogares era la llegada del cartero. Un hombre en bicicleta se aproximaba a la casa, con su uniforme de cartero y su bolsa llena de novedades para muchos, y quien estaba fuera o mirando por la ventana lo escrutaba con la ilusión de que se detuviera y preguntara por su nombre, de que esta vez trajera una carta para él o ella.

Cuando así ocurría, cuando el cartero detenía su pesada bicicleta y preguntaba por el nombre de alguien de la familia, todos nos movilizábamos llamando al destinatario de la carta, lo rodeábamos impacientes para saber quién había escrito, qué contaba de novedoso, hablábamos todos al tiempo sobre lo que el afortunado iba leyendo… si bien la carta iba dirigida a esa persona, toda la familia recibía su influjo.

Es que las cartas se escribían por razones muy especiales, especialmente entre los pobres (que no podían estar gastando su poco dinero en papel, sobre y estampillas). Se escribía una carta para contarles a los familiares lejanos que había nacido un bebé (“tengo el gusto de poner a sus órdenes un varoncito”, se decía), o para informar de un fallecimiento… en fin, para asuntos muy especiales, de muy esporádica ocurrencia.

En una época en que poquísimas familias tenían teléfono en su casa, el correo era el medio de comunicación más usado, el más popular. Y el más demorado, también. Una carta se despachaba y podía pasar al menos una semana antes de llegar a su destino, y con otra semana o más para su regreso, la respuesta a lo que escribieras podía tardar 15 o 20 días, en promedio, y eso si el destino no era demasiado lejano.

Así que la gente vivía a un ritmo muy lento, se tomaba las cosas con mucha calma.

Cuando mi madre recibía una carta de alguna comadre lejana, la leía dos o tres veces para asimilar bien lo escrito, y luego se quedaba pensando durante un par de días lo que iba a responder. Entonces me decía “vaya a la tienda y me trae una hoja para carta y un sobre”, y yo iba a comprar esa hoja única que se podía usar para escribir cartas, una hoja de bloc que tenía rayas horizontales y que venía con un sobre que tenía en sus bordes romboides azules y rojos.

Y la carta se escribía despacio, frase por frase, usando las fórmulas de saludo y despedida protocolarias, poniendo atención al escribir para no dañar la hoja. Era una tarea que podía ocupar una hora para llenar las dos caras de la hoja.

Después se llevaba al correo, se compraban las estampillas que fueran necesarias, se humedecían con la lengua y se pegaban al sobre (la goma sabía maluco), y se echaba al buzón. Y se quedaba uno como el náufrago que lanza una botella al mar, sabiendo que la respuesta demoraría muchos días, quizá semanas o meses.

50 años después, usted escribe un mensaje y el destinatario lo recibe unos segundos después, y envía su respuesta inmediata. En un minuto pueden haber intercambiado dos o tres mensajes de ida y vuelta. Y no está sometido a una empresa única de correos, sino que tiene a su disposición varios servidores de correos, más Facebook, más WhatsApp, más Twitter, más Line, más Messenger… en fin, tiene muchos canales de comunicación escrita.

Pero, además, puede llamar de teléfono a teléfono, de computador a computador, con solo audio o también con imagen, puede hacerlo gratis o pagando algo mínimo, no necesita adivinar que la persona esté en su casa para que tenga cerca el teléfono, porque lo lleva siempre consigo… es la época de la intercomunicación total.

En las redes sociales hay personas que tienen 2.000 “amigos”, y la mayoría publica al menos una vez a la semana… ¿eso significa que esa persona lee, “al menos”, 2.000 mensajes a la semana?

No, porque la inmensa mayoría de esos 2.000 “amigos” han sido desactivados para no recibir notificación de sus actividades. Entonces, ¿para qué los tiene como amigos? Es decir, ¿qué diferencia hay entre tenerlos registrados y no comunicarse con ellos, y no tenerlos registrados?

Resulta obvio que estar respondiendo a todos significaría gastar la vida en eso. De hecho, uno escribe, o responde, a unos 20 o 30, como mucho, y no todos los días. A veces ni siquiera lee las publicaciones del familiar tonto (en toda familia hay al menos uno) o del que se diferencia mucho de uno.

Hemos llegado al otro extremo de la parábola comunicacional. A lo largo de 50 años se fueron ampliando las posibilidades de comunicación con los relacionados, y lo agradecimos clamorosamente cada vez que un nuevo invento nos abría otras posibilidades, o las hacía más fáciles y menos costosas, pero hemos llegado a un punto en que sentimos que nos ahogamos en este océano de mensajes y llamadas, y llega el momento en que decidimos no contestar más, no leer más, desactivar a unos cuantos para tener un poco de tiempo para nosotros mismos. Hemos llegado al momento de gritar “¡Por favor, no me escriban más!”.

Ahora me queda una pregunta insidiosa: ¿Cuántos tendrán tiempo para leer esta columna? Y otra aun peor: ¿Cuántos comentarán algo sobre ella?

Creo que mejor no les escribo más. Al menos, por hoy.