Panorámica desde el Séptimo Piso
Por: Andrés Becerra L.
Después de los lamentos por las muertes que produjo la avalancha en Mocoa, se escuchan ahora las maldiciones porque algunas personas inescrupulosas se apropian de las ayudas que desde todas partes del país siguen enviando las personas misericordiosas.
Esta situación de mezquinos avivatos que sin ningún reato de conciencia se aprovechan en beneficio propio de la desgracia ajena, se repite cada vez que hay una tragedia como la que comentamos. Ocurrió también con las ayudas al Eje Cafetero, con las que se enviaron a Armero en 1985… para decirlo brevemente, siempre que hay cadáveres aparecen los chulos.
Justamente por estos días tuve ocasión de escuchar a una sobreviviente de la tragedia de Armero, muy buena narradora, quien me contó con detalles la noche del 13 de noviembre de 1985, desde las seis de la tarde hasta el amanecer del 14, cuando la luz del sol les permitió conocer, desde la colina donde se habían refugiado, la insoportable dimensión del destrozo que acabó con Armero y su futuro.
Casi 32 años después, su voz no se quebró mientras me contaba que no hubo avisos de las autoridades ni de la emisora para que los habitantes se pusieran a salvo, ni cuando se extrañaba por el apego de la gente a sus propiedades, apego que las hizo morir debajo de sus muebles, ni cuando intentaba comparar el sonido terrible de la avalancha con el de un jet que pasaba demasiado bajo sobre el tejado de una casa que habitaron después en Fontibón… no se conmovió su ánimo cuando detalló la carrera en chancletas huyendo de la tromba que se acercaba, las heridas en manos y piernas que les dejó el arrancar la cerca de alambre que se interponía en su camino hacia la cumbre y la vida, o los alaridos de todos cuando pudieron contemplar la playa blanca en que quedó convertido su pueblo, sembrada de cadáveres fracturados, contorsionados cual maniquíes después de un terremoto… narró con relativa tranquilidad la caminata descalza, y temblando de frío por la ropa mojada sobre su cuerpo, detrás de los periodistas que llegaron a entrevistarlos en la mañana del 14 y los condujeron fuera de ese infierno…
Toda esa parte del relato transcurrió con relativa tranquilidad, con la tranquilidad alcanzada después de décadas de soñar con la noche espantosa, con la casa de Armero, con huídas que parecían no terminar… pero hace unos cinco años desaparecieron las pesadillas, y los recuerdos de esa noche ya no son tan dolorosos.
El dolor vuelve a aparecer cuando empieza a narrar la salida del infierno, y son trasladados como animales en el platón de una volqueta que raudamente los deposita en Guayabal. Allí encuentran puras rocas, inconmovibles rocas en el pecho de los habitantes de Guayabal que no les dieron agua para lavarse, o unos zapatos viejos para poder seguir caminando, o una prenda vieja para quitarse la que de barro resecado ya parecía una coraza sobre su cuerpo. Allí sí su voz pierde un poco de serenidad y el dolor del recuerdo se muestra vivo.
Deciden buscar la ayuda de la familia lejana. Una hermana de su madre que vivía en Madrid, Cundinamarca, aparece como la mejor opción para refugiarse. Pero hay un problema: no tienen dinero, y el conductor del bus no los lleva si no tienen completo el valor de los pasajes.
Mendigando completan lo del viaje, y hacen el recorrido desde el calor de esa planicie para llegar a medianoche al frío de la sabana, con la ropa que se secó sobre su cuerpo, sin calzado, sin bañarse, con hambre de más de 30 horas, con los nervios destrozados por la hecatombe que todavía no se logra asimilar…
Al bajarse del bus, en Madrid, deberán caminar unas 20 cuadras hasta donde la tía, porque no tienen para pagar un taxi, caminar sobre el helado asfalto de la medianoche, con el helaje que hace temblar sus cuerpos calentanos y sin abrigo, pero en ese recorrido aparecen unos ángeles que trabajan en el hospital de Madrid como médicos y enfermeras, quienes los acogen, les ofrecen café y leche caliente, examinan a su sobrina de 2 años que llevan cargada, se quitan la ropa y el calzado para entregárselos a los recién aparecidos, y luego los llevan en la ambulancia hasta donde vive la tía.
Con la narración de la llegada donde la tía se quiebra la voz y aparecen las lágrimas, lágrimas que siguen rodando desde hace más de tres décadas cada vez que se recuerda el mal tratamiento de quien esperaban fuera salvadora.
Durante los ocho días que estuvieron donde la tía pudieron vivir las dos caras de la moneda: la compasión cálida y solidaria de la gente de Madrid que les llevaba ropa, alimentos, y hasta una estufa nueva de cuatro fogones, obsequiada por unos monjes; y la mezquindad de una tía que escondía la ropa nueva para dársela a sus hijas y que se apropió de la estufa, primera posesión que lograba la madre después de haberlo perdido absolutamente todo en la avalancha.
Logran comunicarse con una hermana del padre que vive en el Norte de Bogotá, quien les dice “vénganse para acá”, y parten.
Llegan a la casa de la tía paterna y la esperanza renace. La casa es de tres pisos, alfombrada, con buenos muebles, y huele a comida caliente: Puede ser la cena de recibimiento.
Ahora las lágrimas arrecian, al recordar los tristes huevos batidos que les dieron antes de enviarlos a dormir sobre unas colchonetas en el cuarto de San Alejo, donde se colaba el agua y el frío por tejas mal puestas. De la comida caliente que cenaron los habitantes de casa sólo les tocó el olor.
Un día estuvieron arrumados en el cuarto de los cachivaches, porque hasta allá llegó otro ángel, encarnado en un primo, quien les ofreció ayuda dignificante, los transportó decorosamente hasta una pequeña casa en Fontibón, donde cada dos minutos un avión volvía a tocar la sinfonía espantosa de la avalancha, pero donde no había goteras ni los hacían sentir intrusos. Allí comenzó la recuperación de un futuro promisorio.
Parece cruel la naturaleza que mata más de 300 personas en Mocoa, o más de 20.000 en Armero, pero esos espantos se curan con los años y se pueden volver a rememorar con el ánimo tranquilo y la voz reposada. Son más crueles las heridas que producimos nosotros en los corazones de las personas, desgarres que después de más de 30 años todavía las hacen llorar con solo recordar nuestra mezquindad.
Esto lo hemos hecho todos; unos con mayor crueldad que otros, pero todos tenemos más de un motivo para pedir perdón.
Lo siento. De corazón lo digo. Espero que aquellos a quienes herí puedan encontrar algún día la paz que da la comprensión cabal de las cosas. Lo siento.
Namasté.