Por: Jonathan Malagón
La caricatura del narcotraficante colombiano ha sido popularizada internacionalmente en innumerables producciones de cine y televisión que abordan una y otra vez las aventuras del mundo criminal. Escarbando en lo peor de la sociedad es muy fácil identificar al “traqueto”, aquel delincuente que en muy poco tiempo amasa una impensable fortuna producto del narcotráfico, excéntrico como el que más, obsesivo con el ascenso social, que le gusta llamar la atención y a quien no le molesta ser públicamente conocido por sus delitos. Lo curioso de esta descripción es que el desprecio por dichos personajes no fue inmediato. Hace relativamente poco tiempo cientos de jóvenes soñaban con parecerse a ellos, como si su mal llamado éxito fuera un ejemplo de movilidad social digno de emular. Tal distorsión de valores garantizaba que, tras su inminente caída, siempre existiera un potencial reemplazo. Su huella negativa es indeleble y el daño que le han causado a los colombianos es incalculable.
Pues bien, a Colombia ha llegado una nueva generación de delincuentes muy parecidos a los arriba descritos. Solo los diferencia una cosa: sus abultadas fortunas no provienen de la droga, sino de la corrupción. Sus hábitos son muy similares, lo despreciable de su oficio también. Los corruptos son los nuevos traquetos, unos traquetos sin droga. Su potencial destructor es incluso mayor al de los narcotraficantes ya que su riqueza personal no proviene de una industria al margen de la ley, sino del robo de nuestros impuestos. Pero lo más grave de todo es que el hecho de estar insertados en el ejercicio del poder les permite corromper más fácilmente a las instituciones que deberían perseguirlos y castigarlos. En Colombia cae más fácilmente un narco que un corrupto. Los corruptos son más poderosos y peligrosos.
Lo más inquietante es que, aunque el país reconoce de manera agregada que la corrupción es uno de sus más grandes problemas, la sanción social al corrupto -como individuo – es todavía muy poca. Los corruptos y sus familias tienen socialmente abiertas las puertas que le han sido cerradas a los narcotraficantes. Por irónico que parezca, la sociedad está genuinamente hastiada de la corrupción, pero convive abiertamente con quienes todo el mundo conoce como corruptos.
Llegué a esta reflexión hace un par de meses cuando conversé con un joven colombiano egresado de una de las mejores universidades del mundo. Pese a ser un privilegiado, confesaba su gran admiración hacia unos políticos que el año pasado fueron tristemente célebres por abominables actos de corrupción. Afirmaba, sin dudarlo, que preferiría pasar algunos años en la cárcel siempre y cuando lograra acumular para sí mismo tal nivel de riqueza y de poder. Confieso que me produjo dolor y miedo tan siquiera imaginar que su racional fuera producto no solo de su condición personal y que, lejos de ser un caso aislado, sea el sentir de parte de nuestra juventud. Me preocupa que hoy los traquetos de la corrupción inspiren a jóvenes profesionales a seguir el camino de la delincuencia de la misma forma en que los narco-traquetos inspiraban las más obscuras ambiciones criminales de los sicarios de a peso.
En mi opinión, al país le hace falta quejarse menos de la corrupción como un fenómeno en abstracto y avanzar en la sanción individual a los corruptos. Si la justicia no llega, o demora, la sanción social y democrática, cuanto menos, está en nuestras manos. Usémosla.