Él (Iván Duque), o ella (si es Marta Lucía Ramírez), podrán corroborar que serán esclavos de lo que dijeron en pleno esplendor de la furia oposicionista.

Por: Carlos Villalba Bustillo

La política colombiana es como una hermana gemela de los campos californianos, porque la caracterizan los incendios que devastan naturaleza y vida cada vez que los partidos, los grupos y los intereses de sus dirigentes riegan yescas incendiarias sin pensar en el país ni en las mayorías que son, en últimas, las que sufren los estragos de la mentalidad anárquica que la élite nuestra usa de manera irresponsable. Lo peor es que no aparecen signos de rectificación que contrarresten las llamas que esparce la conducta hirsuta de quienes gobiernan y quienes se oponen, en nombre de una democracia que destruyen hasta el extremo de que no sabemos si son más nocivas las pasiones de los “demócratas” que actúan dentro de las instituciones o las depredaciones de los grupos irregulares que engarzaron la lucha armada y el narcotráfico con el fin de enfrentar al Estado.

Aunque sería la historia la que juzgue las obstrucciones que le atraviesan a la paz suscrita con las Farc, y que le darán al ELN munición para endurecer su posición a lo largo del proceso que adelantan con el gobierno, en los cinco años anteriores los colombianos han tenido elementos de convicción suficientes para saber cómo votar en las próximas elecciones: si como ciudadanos responsables o como sectarios debocados. Dicho de otra forma, si lo harán con más razón que emoción para que no continuemos viendo al país y analizando sus problemas a través de un vidrio empañado. O lo que es lo mismo, desde una perspectiva aislada de toda lógica, más inclinada a los trastornos del ánimo que a la cordura.

Excepto que se trate de señuelos y añagazas para ganar primero unas elecciones y negociar con una actitud más conciliadora después, redondear la estrategia del posconflicto con las Farc y concluir la tarea  con el ELN será, si el próximo presidente es del Centro Democrático, recargar las nubes de un probable vendaval de tensiones y plomo, a menos que el presidente se destete de su mentor y prefiera el futuro a la agenda de retaliaciones que reciba de este. Solo entonces sabremos qué tan sincera o falsa fue la fraseología que dicho partido y sus afiliados han utilizado desde que se constituyeron como colectividad política, o sea, si como la describió su gerente de campaña a raíz del plebiscito de 2016 o como la promueve el patriota que tiró a sus mejores amigos al foso de los leones eludiendo, en cada caso, su responsabilidad política. Ahí “el frentero” se desvanecía.

Hay quienes aseguran que si con las Farc se pudo como el ELN también se puede. Dudoso. La experiencia con las Farc le deja lecciones a Gabino y a sus ideólogos para sortear los vientos que soplarían, en torno a la suya propia, en lo que resta del período de Santos y en los cuatro años del que lo suceda. No nos equivoquemos: la verborrea derramada por José Obdulio Gaviria a través de su jefe y de los loros repetidores que lo rodean ha sido un factor de polarización difícil de desactivar. Pero había que probar cuánta fuerza de convicción tenía la sutileza semántica que sirvió para inventarse el novelón de que en Colombia no había conflicto armado sino terrorismo a secas.
Si nos mantenemos dentro de la presunción de que el próximo presidente sea del CD, tendrá la oportunidad de corroborar él, o ella (si es Marta Lucía Ramírez), que serán esclavos de lo que dijeron en pleno esplendor de la furia oposicionista, ya porque hayan de tragarse los señuelos y las añagazas, ora porque las Farc, durante el posconflicto, o el ELN, si no rompen con ellos la negociación de paz, decidan cobrar con intereses la retórica uribista que no les perdonó el trato de criminales en pos de impunidad, pues no eran rebeldes alzados en armas sino terroristas mondos y lirondos.
Todavía es temprano para saber de qué tamaño y costo son las secuelas del cruce de odios entre Santos y Uribe. Pero el país que entre ambos desbarataron sí es un buen termómetro para que los votantes definan, de aquí a mayo o junio del año entrante, a quién le confían los saldos de una garrotera de locos.