Panorámica desde el Séptimo Piso
Por: Andrés Becerra L.
Si algo produce pánico en los estudiantes es una evaluación.
Recuerdo el frío que nos corría por todo el cuerpo cuando el profesor llegaba al salón y decía “¡Saquen una hoja!”. Todos los que estaban molestando quedaban congelados. En medio de la estupefacción paralizante alguien alcanzaba a protestar: “Profe, pero usted no nos avisó…”, y otro decía “No hemos estudiado…”, y entonces el profe (en ese momento el más temido y el más odiado) decía aquello de “¡Yo no tengo por qué avisarles, ustedes deben estar preparados en todo momento y yo puedo hacer evaluación cuando quiera!”, y callábamos y sacábamos una hoja temblorosos y con el cuerpo empapado en un sudor frío.
Bueno, quizá no era tan dramático, pero así es como lo recordamos, ¿verdad?
Supongo que ahora debe de ocurrir algo similar, a pesar de que a los jóvenes de ahora “todo les resbala”, pero algunos habrá que se angustian porque temen perder la evaluación, sea imprevista o avisada.
No debería haber angustia a la hora de evaluar. Las evaluaciones no son para aprobarlas. Las evaluaciones son para hacerlas, simplemente; para medir cómo va lo que hemos estado haciendo. El resultado que se obtenga mostrará qué va bien y en qué hay que hacer correctivos, mejoras, etc.
Pero hay tres absurdos (al menos) que generan esa angustia, y los detallo uno por uno:
1- No se va al aula de clase a aprender, sino a “ganar el año”. Es decir, lo que importa, la meta a alcanzar, es obtener una nota aprobatoria en el boletín periódico y un cartón con un título al final de un tiempo establecido.
Obtenido ese cartón, no importa cómo se obtuvo. Tan bachiller o tan “profesional” es quien estudió, como quien hizo todo tipo de chanchullos para obtener notas aprobatorias.
En muchos hogares, acá comienzan a formarse los corruptos del mañana, con padres que les hacen las tareas a sus hijos y que amenazan (o sobornan) a los docentes para obligarlos a mejorar la nota a su hijo (que no ha presentado ningún trabajo, o que perdió “porque el profesor les hace evaluaciones sin avisar”). El caso más patético es cuando ese padre o madre de familia también es docente, y resulta tirano con sus alumnos y amenazador con los profesores de sus propios hijos; es el clásico “doble estándar” de todos los hipócritas.
Entonces, como la meta es aprobar, la atención está fijada únicamente en el boletín y en los momentos en que se producen las notas para ese boletín. Por eso, cuando el profesor propone un trabajo siempre aparece un interesado que pregunta: “¿Es para calificar…?”, lo cual implica, “Si no es para calificar, no lo hago”.
Si la meta fuera aprender, todos los ejercicios se harían con interés, y la pregunta sería algo como “¿Este ejercicio cómo se relaciona con lo demás que hemos estado haciendo, en qué lo aplicaremos más adelante?”.
2- Todos los estudiantes deben alcanzar los mismos logros en el mismo tiempo. A pesar de toda la carreta que echan el MinEducación y los colegios sobre educación personalizada, la verdad sale a la luz cuando se hace un corte de cuentas cada cierto tiempo y se determina que en ese momento, que resulta definitorio de varios modos, unos estudiantes “aprueban” y otros “pierden”.
No puede ser “personalizada” una educación que exige que todos marchen al mismo ritmo y aprendan las mismas cosas, gústenles o no les gusten; eso es una educación homogeneizante, masificadora, antinatural.
3- El sistema de calificación por promedios nos mantiene anclados al pasado. El pasado nunca queda atrás; siempre se carga el muerto de los errores anteriores.
Si un estudiante no trabajó durante el primer período y obtuvo “1” en el boletín, todo lo que haga en adelante le será disminuido por el lastre de este error inicial. Si en los siguientes boletines obtiene tres “cincos”, su nota final no será “5” sino “4”. No importa si al final del año domina a la perfección todos los temas vistos, la nota no reflejará su conocimiento, su capacidad del presente, sino su pasado, esa mancha que nunca podrá borrar de su vida.
Eso es tanto como si en cuatro evaluaciones que haga la interventoría sobre la construcción de un edificio, en las tres primeras siempre se halló que no alcanzaba el porcentaje de obra que debería llevar en ese momento, pero en la cuarta ya estaba construido el edificio al 100%, y, sin embargo, el interventor dictamina que “según promedio, el edificio está construido en un 80%”, a pesar de que lo tiene frente a sus ojos completamente terminado y funcional.
Este modo de evaluar se constituye en una evaluación-castigo que lo único que pretende es obligar al estudiante, con el látigo del temor a perder, a que obedezca todo el tiempo, y en esto se descubre el verdadero propósito del sistema educativo. Las mejores notas no las obtienen los estudiantes más brillantes, sino los más obedientes.
Este entrenamiento y adaptación que se recibe en el aula se aplicará después en la vida adulta, en el trabajo, en las votaciones para elegir gobernantes, en la iglesia, en la vida comunitaria, etc. Y siempre se vivirá con el temor de no aprobar las constantes evaluaciones: “¿Sí me combina esta camisa con este pantalón?”, “¿Habré dicho las palabras correctas?”, “¿Está ya muy viejo mi carro de hace dos años?”, “¿Debo cambiar de barrio?”, y un largo etcétera de estresantes evaluaciones que no nos permiten ser felices como somos y con lo que tenemos.
Para concluir, las evaluaciones son solo una parte de un proceso cíclico en que se hace algo para alcanzar un objetivo, se mide qué tanto se ha avanzado hacia ese objetivo, se modifica lo que sea necesario para seguir avanzando hacia el objetivo, se vuelve a evaluar, y así sucesivamente.
Alcanzado el objetivo, seguramente aparecerá otro al cual dedicar nuestra productividad, porque la vida es cíclica, no lineal ni de tiempos predefinidos.
Pero lo importante siempre es lo que se hace para alcanzar el objetivo, no el resultado de la evaluación. Si se fija la atención en aprender, un día la evaluación dirá que hemos aprendido, y en ese momento no importará si otras evaluaciones anteriores dijeron en su momento que todavía no estábamos al 100%.
Namasté.