Alejandro Gaviria, el ministro de Salud de Colombia que enfrentó la enfermedad desde su despacho, publica su testimonio en un nuevo libro.
Por: Santiago Torrado
Alejandro Gaviria, ministro de Salud de Colombia, tiene la cifra más que presente. Solo le faltan 19 laminas para llenar el álbum del Mundial Rusia 2018 que hace con su hijo Tomás. Sin descuidar los acuciantes asuntos propios de su cartera, este reputado economista admite que últimamente ha pensado mucho en sus planes alrededor de la gran cita deportiva, pues en algún momento creyó que el cáncer linfático que padecía no le permitiría disfrutar los mundiales que querían ver juntos.
Precisamente una frase del poema Álbum para pegar láminas, de Eliseo Diego, salpica varios pasajes de Hoy es siempre todavía, el testimonio que Gaviria, en su doble condición de ministro de Salud y paciente de cáncer, se prepara para lanzar en la Feria del Libro de Bogotá: “Las diminutas dichas que se aferran con sus mínimas garras a la vida”.
Una mañana, a mediados del año pasado, Gaviria se levantó con sensación de llenura, y doce horas después fue diagnosticado con un linfoma. Nunca antes había sido hospitalizado. La quimioterapia lo dejó flaco y sin un pelo en el cuerpo. También le provocó una tos permanente, sin tregua, insoportable. Optó por uniformarse de corbata y gorritos tejidos que se convirtieron en “una especie de disfraz de enfermo de cáncer”.
Se tatuó la frase “Your time is limited” (tu tiempo es limitado) en el antebrazo derecho cuando concluyó la quimioterapia. Terminó su tratamiento hace tres meses. “No pedí un solo día de incapacidad”, cuenta a EL PAÍS en su despacho, con su pelo ensortijado ya de regreso. “Me di cuenta de que simbólicamente el hecho de haber podido combinar el trabajo con la enfermedad fue tal vez un buen mensaje para muchos pacientes de cáncer, de que esta enfermedad no es un impedimento para seguir viviendo”. Muy pronto entendió que los pacientes de cáncer se alimentan de esperanza.
Su tono reflexivo y pedagógico delata que viene de la Academia. Fue decano de la facultad de Economía de la Universidad de Los Andes y columnista del periódico El Espectador antes de aceptar la cartera de Salud. En sus seis largos años al frente del ministerio no ha abandonado, ni siquiera convaleciente, su papel de intelectual, aunque la palabra le parece antipática. Prefiere definirse como “alguien que ha tratado de promover el cambio social”. Hoy es siempre todavía es también una antología de lecturas personales, varias de pensadores que murieron de cáncer como Christopher Hitchens, Carl Sagan o Susan Sontag.
Gaviria (Santiago de Chile, 1965) se convirtió en el rostro más liberal y progresista del gabinete de Juan Manuel Santos, quien le pidió seguir en el cargo. En el camino, ha acumulado batallas que lo enfrentaron con farmacéuticas,halcones militares o la Iglesia.
Durante el tratamiento, las conexiones azarosas de su linfoma no Hodgkin con su labor como ministro comenzaron a aparecer. En el libro destaca al menos tres significativas.
El control de los precios de los medicamentos fue una de sus primeras tareas. El rituximab hizo parte de la primera ronda de regulación en el 2013, y lo usó infinidad de veces como ejemplo. Después fue también el medicamento que le ponían todas las mañanas al comienzo de cada ciclo de quimioterapia. Más adelante, en medio de enormes presiones internacionales, declaró de interés público otro fármaco contra la leucemia, el imatinib, debido a los altos precios. “Colombia es un caso paradigmático en el tema de acceso a medicamentos, y en particular a medicamentos oncológicos”, reivindica.
Otro de sus debates más significativos llegó con su recomendación para suspender el uso de glifosato en las aspersiones aéreas para erradicar cultivos ilícitos, bajo el principio de precaución, pues puede ser cancerígeno. Sus contradictores lo consideraban una concesión innecesaria a las FARC en medio del proceso de paz. Gaviria debió defender los estudios que mostraban una asociación entre la exposición al glifosato y un tipo de cáncer: el linfoma no Hodgkin.
La tercera conexión se produjo con la reglamentación de la marihuana medicinal, cuyas primeras licencias de producción y cultivo en Colombia se otorgaron el año pasado. El ministro argumentó la efectividad del cánnabis para, entre otras, disminuir las náuseas de pacientes en quimioterapia. Y en su tercera sesión pasó de la teoría a la práctica para aliviar sus ganas de vomitar.
Aparte de esas azarosas conexiones, Gaviria ha promovido desde su puesto otros cambios sociales, como la defensa del derecho a una muerte digna o su fallida propuesta de gravar las bebidas azucaradas, vinculadas con la obesidad y la diabetes. Ese pulso lo enfrentó en el Congreso al poderoso lobby de la industria. “Ha sido la derrota más costosa, más complicada”, valora en retrospectiva. “Ese matrimonio entre medios de comunicación y grandes grupos económicos menoscaba en parte la democracia colombiana. Pero en el fondo yo creo que ese debate no se perdió del todo, y que hay una consciencia mayor en la población”, se consuela. Aún sin impuesto, el consumo de bebidas azucaradas ha disminuido.
En los meses previos a su diagnóstico, había debatido públicamente su ateísmo, lo que lo convirtió “en un blanco atractivo para el dogmatismo religioso”. ¿La enfermedad lo llevó a replantear ese escepticismo? “Entendiendo la religión como que hay vida más allá de la muerte, o que hay un dios benevolente pensando en las angustias y tristezas del habitante de un país en desarrollo en el tercer planeta después del sol, no”, se reafirma. “Pero he sentido desde el comienzo la necesidad de espiritualidad”, matiza. Y se refugió en la poesía, que considera una manera de rezar, “de pensar en la finitud”.
Cuando publicó en redes sociales una lista de las cosas que le gustaría hacer, narra en el libro, causó una pequeña conmoción, lo que le hizo caer en la cuenta de que de vez en cuando “vale la pena mirar el mundo con los ojos nuevos del turista o del condenado”. Ahora, recuperado pero cauteloso ante el riesgo de una recaída, guarda a manera de amuleto los gorritos tejidos junto a las medias que ya no usa en el tercer cajón del clóset, trabaja en un nuevo libro de ensayos y se prepara para ver el Mundial en televisión. Uno de los grandes placeres de la vida. O mejor, una de sus diminutas dichas.