Panorámica desde el Séptimo Piso
Por: Andrés Becerra L.
Nacemos sin saber controlar nuestro cuerpo; nuestros movimientos de brazos y piernas son caóticos; incluso, a veces nos golpeamos la cabeza con las manos. Tampoco poseemos un pensamiento ordenado y lógico que nos permita reflexionar sobre lo que ocurre dentro y alrededor de nosotros. No conocemos el idioma que hablan los que nos atienden, y tampoco sabemos qué uso tienen las cosas. Sin embargo, al cabo de dos años ya manejamos con alguna suficiencia nuestro cuerpo, entendemos el idioma de nuestros cuidadores, somos capaces de prever sucesos en el inmediato futuro (lo cual revela inteligencia) y hemos adquirido otra cantidad de destrezas y saberes culturales que nos van moldeando como un ser humano.
Es maravilloso el ritmo de aprendizaje que llevamos en esos primeros años de vida, sobre todo si se tiene en cuenta que se logra al mismo tiempo que se desarrolla el instrumento con el que se adquiere tan amplio y diverso conocimiento. Somos fantásticos, sin falsa modestia.
Y la curva de aprendizaje continúa subiendo durante varios años. No me detendré a enumerar logros porque son demasiados, pero todos ustedes los conocen porque también pasaron por ellos; basta con que se detengan un momento a revisar el asunto, basados no tanto en lo que recuerdan sino en lo que han visto en niños que crecen en su entorno.
Lo que me interesa resaltar ahora es la infatigable disposición que teníamos a esa edad para aprender cualquier cosa nueva que nos presentaran. Todo era fascinante y atraía nuestra atención, teníamos curiosidad y asombro, queríamos repetir la acción una y otra vez, queríamos emular y lograr lo mismo que los demás… éramos una esponja que se quería beber todo el océano de conocimiento que nos rodeaba.
Luego vino la escuela (con sus distintas etapas) y la curva de alegría al aprender fue decayendo. Aprender dejó de ser divertido, dejó de ser espontáneo o voluntario, tuvimos que aprender cosas que no nos interesaban o no nos gustaban, empezamos a “estudiar” según lo que otros querían, empezamos a aprender para satisfacer a otros, apareció el sacrificio y la tristeza en el aprendizaje.
Llega un momento en la vida del joven cuando siente que ya no hay más cosas para aprender, que no necesita nuevos conocimientos porque tiene suficiente con lo que sabe, que entiende las cosas de la vida mejor que sus propios padres o maestros (“es que mis papás son anticuados y no entienden”). Es difícil definir en qué momento ocurre esto, pero resulta evidente cuando uno entra a un salón de grados 10 u 11; para entonces, el daño ya está hecho.
La natural curiosidad y la capacidad de asombro han sido remplazadas por la abulia, la apatía, la tristeza que ensombrece la mirada de esos viejos de 15 años.
Por supuesto, algunos se salvan de esa peste, y conservan hasta la tumba la curiosidad y el deseo de aprender cada día. Esto constituye un factor de alegría y buena salud, pues la enfermedad se manifiesta tan pronto desaparece la ilusión de vivir, la voluntad de alcanzar alguna meta importante.
Si los que pasamos de la mitad de nuestra vida esperable todavía nos asombramos por lo mucho que nos falta conocer, ¿cómo es posible que tantos adolescentes lleguen a la errada conclusión de que ya no les queda nada por aprender? ¿Será debido a que la escuela ya no les brinda novedades que expandan la frontera de lo conocible, sino que se limita a machacar las mismas cuatro ideas básicas? ¿Será porque el profesor, con su mayor acervo, deja de ser el referente y es reemplazado por los compañeros, cuyo acervo es similar al propio? ¿Cómo es que el profesor dejó de ser el faro que guía y motiva?
Por otra parte, cuando abandonamos la escuela, ¿en cuántos campos de la vida seguimos aprendiendo?
La mayoría de personas aprende apenas algo relacionado con su trabajo remunerado, la mayoría de veces por exigencia del mercado laboral, para no ser desplazada por nuevos trabajadores más capacitados. En áreas que no sean estrictamente indispensables para la supervivencia básica, la norma es el estancamiento. Aquí puede haber una pista de por qué leemos tan poco.
Es complicado dar una respuesta completa en un escrito tan breve (aunque algunas personas se quejan de que “es muy largo”), pero intuyo que la causa fundamental de que ya no queramos aprender reside en que perdimos contacto con nuestro verdadero ser, con ese que abordaba el mundo con entusiasmo y quería conocerlo todo. Ese niño curioso y asombrado, alegre y bien dispuesto, fue relegado a algún rincón donde no estorbe al tipo triste que no tiene tiempo para perder porque debe trabajar mucho para conseguir dinero suficiente para comprar cada vez más cosas que le den una apariencia de la alegría que perdió por dedicarse a esto, precisamente.
La mayoría de la gente no “se gana la vida” haciendo lo que realmente le agrada. Llegó a su oficio o profesión por una serie de eventos desafortunados y no ha sido capaz de encontrar un modo de zafarse de ese remolino. Muchos piensan que cuando se pensionen se dedicarán a lo que aman, pero la mayoría ya está demasiado deformada cuando llega ese momento, y tampoco entonces lo pueden disfrutar.
Es necesario buscar y reencontrar ese niño alegre, curioso y asombrado que conservamos dentro (la buena noticia es que nunca muere) para que nos indique qué es lo que debemos hacer para volver a aprender y para ser felices, porque los únicos que saben vivir son los niños.
Namasté.
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