Por: Juan Niño López
Me gusta ver que el mundo se mueve mientras que permanezco inmóvil. He aprendido el Arte de la Inmovilidad. Me gusta oír, en la mañana, en la tarde y en la noche, los ruidos de los autos que van a gran velocidad hacia alguna parte que desconozco. El aire y los ríos, igual, corren sin que me interese saber a dónde van. Tranquilamente, sé que habrá un momento y lugar de llegada final. A pesar de este, todo fluye, todo se mueve, todo hierve a borbotones de vida por aquí y por allá; a veces, aparentemente, sin sentido, sin motivo.
En esta inmovilidad aprendo que toda tendencia engendra su propio rumbo y destino. Que una vez en marcha nada nos detiene, excepto la vida que agoniza. La voluntad es un mito. Nuestra ceguera es más enorme de lo que pensamos. Damos pasos, abrimos y trazamos un camino que ya no podremos deshacer. Cruzamos El Rubicón y… ¡La Suerte está echada! Una extraña Ley del Movimiento aún no ha sido codificada por la física ni por ciencia alguna: “Toda cosa mental y extramental tiene un rumbo y un destino final predeterminado” La Teleología o Ciencia de los Fines (https://es.wikipedia.org/wiki/Teleolog%C3%ADa) es mucho más que la “Creencia en que la marcha del universo es como un orden de fines que las cosas tienden a realizar, y no una sucesión de causas y efectos”.
Por la Teleología básica o primaria podemos deducir que “una vez emprendido el viaje, no hay regreso”, una bola de nieve que crece a medida que avanza, que indefectiblemente produciría un ciclópeo agujero negro que todo lo consume con un estatuto pronosticado, llamado por los antiguos oráculos como “Hado”, “Providencia”, “Destino”, “Fatalidad”, “Albur”, “Estrella”, “Signo”.
La curiosidad mata al gato. ¿A dónde llegaremos por este camino? Saberlo es solo asunto de tiempo perdido. Los caminos son muchos, inimaginables. Confiamos en que se comuniquen como en el “Árbol del Laberinto” (Mapa de Jericó en el siglo XIV, en la Biblia Farhi de Elisha ben Avraham Crescas); confiamos en que encontraremos el Hilo de Ariadna. Todo es falso. Vivimos en el mundo de las ilusiones, de las alucinaciones, de las quimeras del ensueño, al otro lado del espejo, del engaño de los encandiles.
Discutimos acalorados que: si estamos obligados a hacer la voluntad de Dios ¿Para qué Dios nos dotó de voluntad propia? Abro la llave del tubo del acueducto y el agua que llega empieza a correr atraída por la fuerza de la gravedad, ¿Qué puedo hacer con mi voluntad para encauzar el inunde si ya no puedo volver a cerrar la llave?
Inventamos el imperativo ¡PARE! ¡PARE! ¡PARE! Sin que podamos ya parar, por propia y mucha ignorancia, por escasa conciencia, desatamos en el mundo la locura, la hora de la gran confusión, el instante cuando sucumbimos irreparablemente: Todo está cumplido. No hay vuelta atrás. Hemos fracasado como especie. Toda indignidad lleva el sello de lo humano.
“La pregunta del nihilismo: «¿para qué?» tiene su raíz en la costumbre según la cual la meta parecía establecida, dada, postulada desde fuera, es decir, por alguna autoridad suprahumana. Tras haber perdido la fe en tal autoridad, se anda por costumbre en procura de otra autoridad susceptible de hablar en términos absolutos y de fijar metas y tareas. Entonces, la autoridad de la conciencia (a medida que la moral se emancipa de la teología, se vuelve más imperativa) aparece primordialmente como sustituto de una autoridad personal. O la autoridad de la razón. O el instinto gregario (el rebaño). O la historia, con su espíritu inmanente a ella, que lleva en sí su meta y a la cual puede uno abandonarse. Se quisiera eludir la volición, la aspiración a una meta, el riesgo inherente a eso de fijarse uno mismo una meta; se quisiera eludir la responsabilidad, se aceptaría el fatalismo. Por último: la felicidad y, con cierta dosis de hipocresía, la felicidad del mayor número posible de personas.”
“Dícese del individuo: 1. No hace falta una meta determinada. 2. No es posible prever el futuro. Precisamente ahora que haría falta la voluntad más poderosa, es cuando ella está más débil y apocada. Falta absoluta de fe en el poder de organización de la voluntad para el todo”. (Nietzsche, Aurora).
Todo se disuelve; como si estuviéramos inmersos en una catástrofe de inundaciones y avalanchas, nos aferramos a cualquiera cosa que nuestra mano toca, sin darnos cuenta de que es la más venenosa de las víboras, la Manzana de Eva, el plato de comida, el placer sin medida, el poder sobre otro, la bota militar, el fajo de dólares, la ropa de marca, el auto nuevo, la pérdida del suelo, el agua que falta, el aire contaminado, el silencio y la soledad, el desaliento y el desamor, al final, siempre al final, la muerte y el sabor de la sal sobre la lengua.
“Estoy inmóvil. Noto que el mundo se precipita sobre cada uno de nosotros. Ya no soy de carne y hueso; soy solamente un rayo de luz que se pierde en la nada del Universo. No fui, ni soy ni seré más que un poco de luz en medio de mí y para mí” (Buda). “El rostro de Siddharta no había cambiado tras cerrarse en su superficie la profundidad y la multiplicidad; sonreía serena, suavemente, quizá muy bondadoso, acaso irónico, exactamente como había sonreído el majestuoso. Govinda se inclinó profundamente: las lágrimas rodaron por sus mejillas arrugadas, sin que él siquiera lo notara; sintió como fuego su más profundo amor, su más modesta veneración en el alma. Se inclinó ante Siddharta casi hasta el suelo; Siddharta permanecía sentado, sin moverse, y su sonrisa recordaba que jamás había amado, que nunca en la vida había tenido algo que considerase valioso y sagrado”. (Hermann Hesse, Siddaharta) http://www.opuslibros.org/Siddharta.pdf