Panorámica desde el Séptimo Piso

Por: Andrés Becerra L.

Andrés Becerra L.
Andrés Becerra L.

Imagine esta situación: Usted descubre, accidentalmente, que a su mejor amigo lo está robando un empleado; su amigo no se ha dado cuenta, y tiene puesta su confianza en el empleado, el cual aprovecha esta circunstancia para seguir lucrándose indebidamente.

¿Qué debe hacer usted? ¿Hablar con el empleado en privado y pedirle que deje de robar? ¿Contarle a su amigo que lo están robando, para que descubra en flagrancia al ladrón? ¿Quedarse callado para no meterse en problemas con el ladrón?

¿A quién le debe usted lealtad, a su amigo o al empleado que lo roba? ¿Y cómo cambia la situación si quien roba es amigo suyo, o un familiar?

Algunas personas pueden haber dado ya la respuesta, antes incluso de que terminaran de leer las preguntas. Otras pueden estar todavía sopesando las distintas opciones.

En la vida nos enfrentamos con relativa frecuencia a “dilemas” morales similares. Las circunstancias pueden ser diferentes, la gravedad de las situaciones puede ser mayor o menor, pero lo ponen a uno en un aprieto que debe resolver de algún modo.

La inmensa mayoría de personas se mueve por intereses personales, por reales o posibles beneficios para sí misma (o para evitar perjuicios para sí misma) o para las personas más allegadas, como pueden ser los familiares, su mejor amigo, etc., y cuando la situación se aleja de este círculo íntimo parece que ya no tiene que ver con uno, como que puede uno asumir una postura de total indiferencia. “Eso no es asunto mío”, “Que miren ellos cómo se las arreglan”, “Yo no me voy a poner de sapo”, son expresiones comunes para justificar no hacer algo respecto de la situación.

A tal punto está arraigada esta mirada egoísta que, cuando uno decide actuar para ayudar a un desconocido (por ejemplo, si están robando a alguien en la calle), siempre hay alguien que le reprocha a uno su actuación: “No sea sapo, que no es con usted”. Puede ser el mismo ladrón el que reclama que uno no siga la práctica común de la indiferencia por el otro.

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Hoy estamos inmersos en el mundo de la información. Cada día, a cada momento, recibimos información que ni siquiera hemos solicitado; nuestros amigos nos envían por las redes mensajes sobre todos los temas, y a veces se entera uno de cosas verdaderamente graves, cosas que ponen a pensar “qué pasaría si esto se supiera”.

Conocemos varios casos que han terminado en escándalos mayúsculos y que han generado consecuencias desagradables para quienes tuvieron el valor de darlos a conocer. Por mencionar un par, “la comunidad del anillo” le costó el puesto a Vicky Dávila, y “la campaña mentirosa para que la gente votara emberracada por el NO” le costó el puesto a Juliana Ramírez, quien fue la periodista que entrevistó a Juan Carlos Velez Uribe, gerente de campaña que confesó eso.

Por supuesto que casos como esos generan muchas argumentaciones a favor y en contra, y muchas veces se resuelven con una “negociación” que minimice perjuicios para las partes. Pero la pregunta subsiste: Si me entero de algo que está mal, que perjudica a alguien o a muchos, ¿tengo derecho a callarlo?

Todavía no se ha resuelto casi nada del caso de la niña Yuliana Samboní, secuestrada, torturada, violada y asesinada por personas poderosas de la clase dirigente de este país. Sin embargo, cuando un periodista decide denunciar hechos graves, gravísimos, que están quedando ocultos en medio del circo informativo que saben organizar los grandes medios, el escritor es expulsado del medio, en este caso, El Tiempo. Lea la denuncia de su salida a sombrerazos que hace el mismo escritor:

http://laotracara.co/destacados/los-uribe-noguera-me-sacaron-de-el-tiempo/

Y lea, para que sepa por qué lo sacaron de El Tiempo, lo que denuncia Daniel Emilio Mendoza en el artículo que el gran medio de la capital decidió borrar de su sitio web para que la gente no pudiera seguir leyéndolo allí:

http://laotracara.co/uncategorized/uribe-noguera-y-sus-amigos-pedofilos/

Lo que denuncia Mendoza es gravísimo, porque el caso de Yuliana no sería algo aislado ni se debería a un momento de locura de un drogadicto, como han querido presentar el caso para eximirlo de culpa, sino que sería uno más de centenares de casos que no se mencionan sino en las estadísticas generales de niños desaparecidos, que estarían siendo víctimas de mentes enfermas que los usan como objetos de placeres perversos. Y el caso adquiere mayor gravedad cuando se plantea que tales personajes se mueven en los más altos círculos de poder del país, con la suficiente sangre fría para asesinar al portero del edificio para que no pudiera contar lo que habría visto en muchos delitos anteriores.

Me he detenido un poco en este nuevo caso de pérdida del empleo por contar lo que se supo, por estar sucediendo justo ahora y por la gravedad de lo que este valeroso escritor ha denunciado. Pero volvamos a nuestro interrogante y apliquémoslo a nuestra propia vida.

¿A quién le reconozco lealtad, en caso de conocer algo que hace daño a otra u otras personas? ¿Sobre qué principios decido si callo o cuento? ¿Qué tan dispuesto estoy a asumir las consecuencias de hacer lo que considero correcto? ¿O me quedo callado y me hago cómplice y corresponsable de todo el daño adicional que se siga cometiendo después de mi silencio? ¿Hasta dónde alcanza mi sentido de corresponsabilidad y cuidado del otro, hasta los miembros de mi familia o hasta la Nación entera?

Sé que la situación es compleja, y no voy a pretender resolverla en dos párrafos. La dejo ante usted para que la reflexione, para que de cuando en cuando la pase por su cedazo ético y mire cómo se ajusta a él, o cómo tropieza con él.

Namasté.

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Nota 1: El autor original del texto atribuido erróneamente a Bertolt Brecht fue el pastor luterano Martin Niemöller, alemán y antinazi, como aparece en la imagen.

Nota 2: Esta columna es la contraparte de la publicada la semana anterior, que puede leer aquí: https://fusagasuganoticias.com/word/opinion/tengo-derecho-a-decirlo/