Por: Juan Niño López

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La palabra Arte en español, como en todas las lenguas romances,  conserva  la síntesis que se hizo y expresó en latín antiguo con el término Ars: Modo de hacer creativamente. En este sumario se encuentran los términos griegos de τέχνη (Tékhnē: arte, oficio) y ποίησις (Poiesis: de  ποιέω: crear). Ars tiene su propio discurso desde el indoeuropeo Ar que es hacer, colocar, ajustar.

Sin importar la vertiente griega o latina, Arte -en español- es el modo (manera y forma) de crear algo en la mente (algo mental)  y afuera de la mente (algo extramental). Lo que, en esencia, caracteriza al artista es la capacidad y habilidad para crear algo mental afuera de su mente.

Vivimos en la sincronía cotidiana de las artes sin saber a ciencia cierta cuándo dimos, como especie, el paso primero y definitivo hacia la artificialidad; cuándo empezamos a salir del dominio de la naturaleza para identificarnos como la especie artística por excelencia, imponiendo a voluntad algunas reglas y normas; cuándo, por nuestro arte, nos alejamos demasiado del mundo natural hasta considerarlo, erradamente, superfluo. A pesar del Arte, la naturaleza sigue implacable e impecable ejerciendo su dominio total sobre todas las creaturas naturales y artificiales: es el reino de la ley natural sobre las normas y reglas del artefacto y el artificio. Recuerdo, ahora, el Epílogo que José Eustasio Rivera anotó en su “Vorágine”: “El último cable de nuestro Cónsul, dirigido al señor Ministro y relacionado con la suerte de Arturo Cova y sus compañeros, dice textualmente: ‘Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!’ ” Luego, escribió la palabra “FIN”.

La tragicómica postmodernidad que pretende llegar a la luz nos enceguece. Ya no hay caminos, no hay rumbos ni destinos. La Vorágine no es una obra de arte, es la realidad cotidiana. La realidad ya no es una imagen reflejada en el espejo, el espejo es la realidad. Ya el arte no imita la realidad, la realidad es el arte: Habitamos en la Obra de Arte de un Arquitecto, en una ciudad diseñada por artistas del urbanismo; vestimos ropa y calzado diseñados por artistas de la modistería y la zapatería; viajamos en vehículos diseñados por artistas; en el restaurante, el Chef Artista crea recetas y menús; afirmamos que la política, el derecho y la medicina son artes; nos deleitamos y cantamos las canciones de otros, recitamos versos ajenos, Colombia es Macondo. Gritamos con algo de ingenuidad o ignorancia, pero, con mucha desfachatez que “Todo es Arte”; pedimos tolerancia para con las conductas y las obras de otros; la palabra respeto está de moda; pedimos que el homicida sea juzgado bajo la consideración de sus Derechos Humanos; se borran los límites y diferencias entre Ciencia, Arte y Religión; no existe Universo, sino Multiverso, el que nunca podrá llegar a ser un todo. Nos encontramos en el borde del precipicio, la apocalíptica y demencial confusión ya está entre nosotros, nadie ni nada aparece para salvarnos. Somos olvido de los Dioses e incapaces, nosotros mismos, de crear una brújula porque toda máquina promete ser una amenaza. Estamos enajenados y no sabemos ni la causa ni el fin.

Recuerdo, también, ahora a Jorge Zalamea en “El Sueño de las Ecalinatas”: “Como los lectores de libros sacros, los pregoneros de milagrerías y los loteadotes de paraísos y nirvanas, también yo he de sentarme de espaldas al Río, frente a las escalinatas plagadas de creyentes y obsedidas de dioses vivos y muertos; frente a los Templos de ladrillo y cobre en cuyas escamas la luz hierve y crepita; bajo los empinados Palacios en cuyas azoteas cunde la algarabía de los monos.

También yo he de llamar a los creyentes para que formen corro en torno mío, y me escuchen.

Pero no he de leerles milagros de dioses, ni hazañas de héroes, ni amores de príncipes, ni proverbios de sabios. Pues respondiendo a lo que viera el ojo, el duro brazo de la cólera arrebató el libro abierto sobre mis rodillas y lo destrozó contra el viento. Y ahora el viento dispersa sus hojas sobre el Río, como ahuyenta el huracán a una bandada de pájaros de mal agüero.

¡Ah! he repudiado el libro.

He abolido los libros.

Sólo quiero ahora la palabra viva e hiriente que, como piedra de honda, hienda los pechos y, como el vahoroso acero desenvainado, sepa hallar el camino de la sangre. Sólo quiero el grito que destroce la garganta, deje en el paladar sabor de entraña y calcine los labios profirientes. Sólo quiero el lenguaje del que se hace uso en las escalinatas.

Pues tengo el designo, ¡oh, creyentes!, de abrir audiencia aquí, sobre las escalinatas, de espaldas al Río, frente a los Templos y bajo los Palacios.

Designio de incoar un proceso —el vuestro—; de armar un alegato —el vuestro—; de reanudar, fomentar y dirimir la más antigua querella —la vuestra.

Apelo a vosotros, ¡creyentes! Necesito de vosotros y de todos los seres de condición contradicha. »

Y recuerdo, aquí y ahora, el final de su texto que no es diferente al mío: “Pasaron todos ellos y ahora están allí, en esos mismos Palacios, los gerentes ahítos de poder y de dólares; los planificadores de vuestro conformismo; los pequeños magos de las relaciones públicas; los pregoneros de la mentira que ya no se atreven a salir a las plazas públicas entre un destemplado reteñir de clarines y un desinflado resonar de tambores, sino que solapadamente y por mano ajena deslizan en la yerta madrugada, por la hendidura baja de las puertas, la voluminosa y cotidiana tergiversación de vuestra vida, fabricada en las grandes rotativas según sus propias conveniencias: unas veces ostentando el horror del crimen y la desatada violencia para aumentar el número de sus morbosos lectores; otras ocultando las raíces del mal para que perdure y fructifique su hipócrita traición a la condición humana. Y mintiendo siempre, mintiendo siempre, mintiendo siempre con la bendición de los Templos y la subvención de los Palacios.

No busquéis en estos eco alguno de vuestra angustia, ni correspondencia a vuestra necia lealtad. Ya ni siquiera son los símbolos de un insensato orgullo patrio. Pues ¿qué podrían deciros hoy las siglas de los grandes monopolios internacionales, de los poderosos carteles y los ubicuos trusts que acumulan riqueza y poder mientras una erosión incontenible roe las pequeñas monedas y los pringosos billetes de los pobres? ¿Y qué podrían deciros los nombres, secos como disparos, de los nuevos señores alojados en los Palacios y acolitados por la codicia de los mezquinos merde de Dieu? ¿Qué os dicen esos nombres? ¿Qué os dicen aquellas siglas? Sino que toda la historia memorable del hombre, toda la crónica convulsionada de su angustia y su agonía, han venido a parar en este engaño: los Palacios habitados por ellos; los Templos manejados por ellos; por ellos usufructuadas las escalinatas; por ellos sacralizado el Río; los Simios alquilados por ellos en sus diputaciones; las Vacas Sagradas arreadas por ellos para vuestro desconcierto y vuestro engaño.

¡No más Palacios!

¡Sólo casas!

¡Sólo hogares para el hombre!

¡Acusa, acusa la audiencia!

El hombre solo, el hombre en cuclillas sobre las escalinatas, el insensato que ha echado sobre sus hombros el censo de la miseria y el denuncio de sus promotores y usufructuarios, dicho todo esto y después de arder en la pira de la cólera, no puede esperar a que la audiencia dicte su fallo.

Pues ya están balbuciendo sus labios un tímido canto de amor; ya siente en sus entrañas la invasión de la ternura que le inspira la contradicha condición humana, la suya propia; ya está mirando las manos de los hombres y sintiendo la necesidad de cantar su maravilla.

¡No más cólera!

¡No más odio!

¡Sólo el amor, el viril amor del hombre por su especie y por su semejanza!