Por: David Beltrán 

Asociado principal del Área Corporativo/M&A

Philippi Prietocarrizosa Ferrero DU & Uría (PPU) 

A finales de la década de los noventa, se desató una crisis financiera en Colombia con profundas repercusiones en todos los sectores de la economía, particularmente el inmobiliario y el financiero. Como una de las consecuencias de esa crisis, hubo un aumento considerable en las reclamaciones contractuales, en ese caso, producto de la incapacidad de pago de muchas personas de sus créditos inmobiliarios, lo que generó una revisión importante a nivel de Derecho Civil y Comercial de las instituciones legales relacionadas con el cumplimiento de los contratos.

En nuestros días, un virus aparentemente originado en la China, que con paso firme se extendió por el mundo, hace que el país nuevamente se enfrente a una potencial crisis económica y social. Si bien no en todos los sectores se puede aún apreciar el futuro de esa crisis, es evidente que ya hay muestras de esos posibles efectos: negocios cerrados temporalmente, posible disminución de la producción y una mirada mucho más cautelosa de los empresarios y de la población en general a proyectos de inversión.

Como producto de esta nueva crisis tanto en el mundo de los negocios -en buena parte de los sectores de la economía-, como en el mundo del Derecho -en muchas de sus ramas-, se ha visto una creciente tendencia a buscar la suspensión o terminación de contratos, o por lo menos, una variación en su contenido: cientos de comunicaciones se cruzan entre empresarios, unos alegando sin más que por virtud del covid-19 o de las medidas adoptadas por el Gobierno Nacional o por los gobiernos locales no pueden cumplir sus contratos; otros alegando que la tasa de cambio tuvo una variación tan importante que no les permite el pago oportuno de sus obligaciones, y otros, de manera muy loable, explorando medidas que permitan continuar sus negocios, mantener el empleo y sacar a flote la economía. De momento, la mayoría de las reclamaciones que se han cruzado entre comerciantes respecto del cumplimiento de sus contratos se ha fundamentado sobre la teoría de la fuerza mayor.

Independientemente de que los comerciantes tengan razón o no al alegar la fuerza mayor, lo cierto es que pasada la pandemia y particularmente superadas las medidas de prevención implementadas por el Gobierno, que en principio son transitorias, es en ese momento que comenzará a apreciarse el efecto mediato de la crisis: ¿Le será posible a los empresarios continuar con sus negocios en las mismas condiciones que tenían antes de la pandemia?

La jurisprudencia de inicios de este milenio tuvo un interesante enfoque derivado de la crisis de finales de los noventa en lo concerniente al incumplimiento de obligaciones contractuales: los diversos pronunciamientos sobre los créditos hipotecarios tocaron puntos importantes del Derecho Civil, como son la aplicación de la fuerza mayor, pero más relevante aún, de la teoría de la imprevisión, de lo cual los comerciantes y los abogados han echado mano en las últimas semanas para decidir si el incumplimiento de un contrato en estas épocas es excusable o no, o si es que debe esperarse un poco más para entender si la ley colombiana de otro tipo de alternativas a los comerciantes frente posibles incumplimientos.

Dadas las circunstancias puede pensarse que la teoría de la imprevisión será la institución de Derecho que tenga más adeptos en los próximos meses. En efecto, según esa teoría, en desarrollo del principio de la buena fe, una parte que se vea afectada por un hecho imprevisible no originado por dicha parte, y que le cause que el cumplimiento futuro de un contrato del que es parte se vuelva excesivamente oneroso, tendrá el derecho de solicitar ya sea la terminación, resolución, suspensión o modificación de dicho contrato a futuro.

Si bien esa teoría parece tan atractiva en un primer instante, debe tenerse en cuenta que su aplicación no es ni absoluta ni automática – tal como muchas personas han querido aplicar, de manera errónea, la fuerza mayor por estos días-, sino que requiere de una verificación caso a caso de los elementos que la componen.

En primer lugar, un hecho que era imprevisible debe haber cambiado las condiciones normales en las que el contrato se desarrollaba. Hay que anotar que no es cualquier hecho imprevisible, sino aquello que las partes de buena fe o no hubieran previsto en el contrato, o que una persona “prudente y diligente” no hubiera previsto en similares circunstancias cuando se celebró el contrato. Por complejo que suene, el primer ejercicio a hacer es revisar lo que las partes pactaron en el contrato, si allí previeron el hecho que genera ese cambio en las “condiciones normales” del contrato, y quién asumió el riesgo respectivo, y si nadie lo previó, entonces pensar si en ese preciso instante de celebración del contrato debería haberse previsto.

Y aquí no hay lugar para engaños: ni toda circunstancia es previsible, ni todo lo imprevisible da derecho a utilizar la teoría de la imprevisión. Si bien nadie está llamado a prever todo lo imaginable, tampoco todo aquello que se sale del curso normal de las cosas da lugar a la teoría de la imprevisión, por ejemplo, la jurisprudencia de inicio del milenio les enseñó a muchos que las fluctuaciones de las tasas de cambio muy difícilmente dan derecho a modificar un contrato.

En segundo lugar, ese hecho imprevisible debe haber tenido un efecto absolutamente relevante y permanente. No se trata de una simple dificultad o sobrecosto para cumplir las obligaciones, sino que tal dificultad o mayor onerosidad debe cambiar radicalmente las condiciones económicas del contrato, de manera que su futuro cumplimiento no le resulte viable a la parte afectada. No se trata entonces de un ejercicio aritmético de proporcionalidad, sino de entender las condiciones que motivaron la celebración del contrato frente a la nueva realidad que plantea ese hecho imprevisible que atacó a la relación.

Finalmente, es procedente recordar que esta teoría es un desarrollo del principio de la buena fe, lo que tiene un significado práctico muy importante: no es un mecanismo de “escape” para un contratante incumplido o una excusa para aquel que está buscando “ahorrarse unos pesos”, sino que solo podrá ser alegada válidamente por quien en buena fe encuentre que no le es viable continuar desarrollando las prestaciones futuras de un contrato diferido en el tiempo.

Esto implica tres cosas adicionales: el hecho imprevisible no debe haber sido causado por la parte que lo alega; los contratos que son aleatorios, esto es, en los que el contenido de las prestaciones puede variar en el tiempo según cierto nivel de riesgo, no pueden ser objeto de la teoría de la imprevisión, y la teoría de la imprevisión no sanea incumplimientos anteriores del contrato.

Dicho lo anterior, es previsible que la afectación que ha tenido el aparato judicial del Estado por los cierres obligados tendrá igualmente un efecto en el mundo de los negocios. Si de buscar alternativas para la solución de conflictos sobre el cumplimiento de los contratos se trata, parecería recomendable que las partes implementen al máximo sus esfuerzos de solucionarlos directamente. Esto exigirá, sin duda, un estándar muy alto de la aplicación de la buena fe en los contratos.

Sin perjuicio de todo lo dicho algo bueno podrá rescatarse, ojalá, de esta situación. Muchos comerciantes y profesionales se han visto en la necesidad de replantear sus esquemas de negocios, para poder superar el confinamiento y mantener la actividad productiva. Si bien puede identificarse una tendencia muy marcada a la utilización de plataformas virtuales de venta de bienes y de servicios, también puede preverse que muchos comerciantes deberán actualizar sus esquemas de producción, distribución, entre otros aspectos relevantes de sus negocios.

Si bien podría pensarse que esto no es nada nuevo en Derecho Civil o Comercial, puede, por el contrario, afirmarse que sí lo es: muy seguramente deberemos interpretar las instituciones civiles y comerciales para que puedan armonizarse con las nuevas realidades de negocio, o eventualmente como ocurrió con las medidas transitorias en materia de asambleas e insolvencia, deberán adaptarse viejas instituciones para que sirvan a las nuevas formas de hacer negocios.

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